Toros, cañas, carreras y patos

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Las primeras corridas de toros se realizaron en el Río de la Plata a comienzos del siglo XVII, y tuvieron por escenario a las "plazas mayores" de las incipientes ciudades, despejadas y embanderadas para tal efecto como en días de solemne festejo. Participaban en estas primitivas corridas, que se combinaban habitualmente con "juegos de cañas" y con otras destrezas ecuestres, los caballeros y personajes linajudos, en reemplazo de los profesionales peninsulares, cuyo arribo a estas costas -por distancia y por falta de ruedos estables- era fenómeno curioso.

Puede afirmarse que tampoco en este orden alcanzó el Río de la Plata la brillantez de los virreinatos de México y del Perú, verdaderos imperios mineros con un fuerte núcleo cortesano y una arraigada tradición de refinamiento y boato, en los que estas fiestas taurinas lograron con frecuencia puntos más encumbrados que en la propia España. Buenos Aires recién poseyó su primera y modesta plaza de toros -la de Monserrat- en 1791, plaza que debió ser demolida por las insistentes quejas de los vecinos y a la que reemplazó, en 1799, la del Retiro, construida según
diseño morisco por el alarife y maestro carpintero Francisco Cañete.

Al margen del toreo clásico, con sus "suertes" a pie y a caballo, se practicaban modalidades como el llamado "toreo a la americana", que consistía en montar en pelo a los toros bravos, las "mojigangas", parodias de la corrida clásica que gozaban de gran aceptación, y las suertes del "Dominguillo", un muñeco de cuero con pies de plomo que se colocaba en medio del ruedo y que se incorporaba por si mismo al ser embestido por el toro.

Pero desde los albores de la etapa independentista el interés por las corridas fue decayendo paulatinamente la última en el ya caduco Retiro se verificó en 1819), hasta que en 1822 el gobernador Martín Rodríguez prohibió su realización sin el consiguiente permiso policial, que solo podía autorizar la faena de animales descornados. Esta circunstancia, que quitaba al espectáculo los estimulantes del riesgo mortal, concluyó por alejar a los ya dispersos
aficionados, y las corridas se hicieron cada vez más raras, hasta cesar por completo con la que se realizó "a beneficio" en 1899, ocho años después del dictado de la Ley 2786, de protección de animales.

Los juegos de cañas a que nos hemos referido eran suertes antiguas -relacionadas a la vez con la escuela árabe de la "jineta" y con las prácticas caballerescas de simulación y adiestramiento ecuestre- que se celebraban en los días festivos y en ocasión de solemnidades. Para realizarlos se formaban dos equipos de jinetes que se enfrentaban, luego de hacer caracolear y "rayar" a sus
cabalgaduras, arrojándose cañas. Los jinetes, lujosamente vestidos y asistidos por ayudantes, corrían en parejas y se defendían con adargas. Se trataba de un espectáculo vistoso y de profundo sabor bárbaro-caballeresco, que ha sobrevivido parcialmente en algunas partes de España y
América, a través de fiestas como las "batallas entre moros y cristianos", las "chegancas de mouros", etcétera.

La actual afición de los argentinos por las carreras de caballos tiene raíces indudablemente añejas, que se remontan a la llegada de los ejemplares equinos traídos por Mendoza y por Ios colonizadores que le sigieron.

Las primeras que se realizaron en el Río de la Plata, en días jubilares, entre una vaquería y una corrida a los indios, fueron "cuadreras", a la antigua usanza, y no se apartaban mucho de las comentadas más tarde por Azara, los Robertson, Vidal, Mantegazza y la mayoría de los viajeros más o menos ilustres que convivieron con nosotros desde comienzos del XIX.

Crónicas y viejos papeles judiciales, como los exhumados oportunamente por Grenón, permiten reconstruir algunas de las características de estas primitivas "cuadreras", que gozaron de gran favor popular (inclusive los indios las adoptaron) y de la censura de legisladores y funcionarios.

Entre otros detalles curiosos cabe consignar que las carreras se ganaban "con luz" entre ambos caballos, o a lo sumo con la condición de que el hocico del perdedor no debía pasar, al cruzar la raya, del cuadril del animal puntero. Estaba penado empujar fuera de la cancha y cortar camino al contrario, y existía la costumbre de "castigar" en el tramo final, regla cuya inobservancia podía atribuirse a una "maula" o "mula" convenida de antemano entre los corredores para hacer perder al caballo.

La relativa variedad de las modalidades regionales y los discutibles resultados de ciertas carreras "a la oreja", eran obviados mediante arreglos previos, en los que se establecían las reglas a que debían someterse los corredores, o bien mediante el expeditivo procedimiento de repetir la carrera, dentro de un plazo prudencial y bajo las mismas condiciones, En sus Cartas de Sud-América los hermanos Robertson consignaron en detalle el tipo de carreras que se realizaban, aproximadamente sobre el filo del primer cuarto del siglo XIX, en el concurrido camino de San José de Flores:

"Los espectadores son estancieros de aspecto serio montados en lustrosos caballos, no pocos gauchos, uno que otro inglés, hombres de la ciudad a caballo y algunos extraños. Cruzan entre los grupos las apuestas que alcanzan a veces cifras elevadas, mientras todos esperan sentados la carrera o carreras que habrán de divertirlos. De pronto un movimiento y bullicio general anuncia que los caballos están ya en la cancha, listos para la prueba del día. No corren nunca más de dos caballos y la carrera más larga suele ser de ciento cincuenta yardas, a veces trescientas.

Muy rara vez corren hasta seiscientas yardas. Los caballos en pelo son montados por gauchos expertos. Helos aquí ahora, uno junto al otro, listos para la partida. Podría uno creer que, para distancia tan corta, el asunto debía cumplirse con la rapidez del relámpago. Pero no es así. La
primera habilidad del corredor consiste en arreglarse para una buena partida. Estas partidas son interminables y ambos corredores quedan en realidad libres para decidir cuál será la verdadera y decisiva. Empiezan por ensayar una partida, pero no es esa la definitiva y vuelven al punto de donde salieron. Inician otra, pero tampoco da resultado y en eso se están por espacio de una hora y a veces dos sin ponerse de acuerdo para largar. Más aun, a veces pasan toda la tarde en ese trabajo infructuoso. Entretanto, estancieros y gauchos miran todo aquello con flemática paciencia, hasta que se dispersan cuando, según ellos y según lo dicen en su jerga especial, no van a largar.
"Cuando por fin se deciden a partir, los caballos están naturalmente muy excitados, en buen tren de velocidad, y para la corta distancia que hacen, corren una buena carrera..."

También se disputaban carreras en la Calle Larga (hoy Montes de Oca), y entre ellas fueron célebres las corridas en el "almacén de la Banderita", como más tarde llegaron a serlo las que se verificaban en los "bajos" de la Recoleta y del Retiro.

Hacia 1850 el Club de Residentes Extranjeros fomentó la práctica organizada, al estilo británico, e instaló en San Isidro una pista estable, que gozó de cierta reputación entre extranjeros y criollos. Dentro de ese espíritu de transformación se trajo en 1853 al caballo Azael, un colorado pura sangre destinado a mejorar la raza y adecuarla al nuevo estilo hípico.

A partir de este momento la afición por las carreras tomó dos rumbos excluyentes. Por un lado, el espectáculo "a la europea", estilo "Derby", eminentemente urbano y cortado, como lo demuestra la fundación del Jockey Club (1882) y el ulterior desarrollo de la práctica, de los modelos propuestos por los hipódromos de Epsom y Longchamps. Por otro, la supervivencia de las "cuadreras", rurales y apegadas al viejo estilo tradicional.

El interés por los juegos de cañas fue tempranamente desplazado en nuestro país por el que suscitara el pato, convertido desde comienzos del siglo XVII en uno de nuestros juegos rurales más característicos. De origen ciertamente nebuloso -aunque no cueste gran esfuerzo relacionarlo con las modalidades de la cultura caballeresca en su estadio primitivo- consistía en la disputa, por parte de dos, tres o cuatro cuadrillas de jinetes bien montados, de una bolsa de cuero con manijas o cuerdas, en la que se encerraba un pato.

El juego, que se practicaba sin reglas fijas, comenzaba cuando los capitanes de las cuadrillas asían el artefacto por las manijas o cuerdas aludidas y comenzaban a "cinchar", sin otro apoyo que el recado y los estribos, para quedarse con él. Quien lo lograba debía salir al galope, perseguido por las cuadrillas, para levar el bulto hasta un lugar designado de antemano. Como es fácil imaginar, los restantes Jugadores trataban a su vez de adueñarse del "pato" mediante "pechadas", forcejeos y recursos no siempre limpios.

Para la disputa del "pato" no se fijaban límites estables, pues las corridas se verificaban a campo abierto, para alarma de haciendas y viajeros, como en el episodio famoso del Lazarillo de ciegos caminantes en que unos jinetes que corren tras el "pato" desbaratan una tropa de mulas y
se adueñan -para no perder la ocasión- de una valiosa carga de oro (op. cit., cap.IX).

"Por supuesto -acota Daniel Granada en su Vocabulario razonado de 1890- que nunca pasaban estas diversiones sin que hubiese que lamentar fracturas de brazos y piernas y porrazos tremendos; acabando ordinariamente a tiros y cuchilladas."

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