Pequeña zoología lúdica

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Pero no solamente toros y caballos proporcionaron ocasión lúdica a los criollos, desde los tiempos coloniales hasta mediados de este siglo. Entre los juegos menores que requerían la participación de animales, vivos o muertos,recordaremos dos, mencionados por Rafael Cano en su libro Del tiempo de �aupa: el gallo ciego noroestino y la tirada de cuartos, que era una forma de cinchada en la que se reemplazaba al lazo por medio chivito recién carneado.

El gallo ciego, que se practicaba preferentemente en las provincias de Catamarca, Jujuy y Salta, consistía en enterrar un gallo vivo, dejándole fuera el cogote. A uno de los particiantes se le vendaban los ojos y se le dar varias vueltas para desorientarlo. Una vez hecho esto se le entregaba un garrote,con el que tenía que pegarle al gallo. El candidato mareado por la girada, comenzaba repartir trancazos en los lugares más inesperados, hasta que el gallo lo orientaba con un oportuno cloqueo.

Para la tirada de cuartos (que se realizaba en la misma zona en ocasión de ciertas fiestas religiosas, como de San Santiago) se faenaban varios cabritos, partiéndolos luego en medias reses, sin quitarles el cuero. "Luego -refiere Cano- forman parejas de hombres con hombres y mujeres con mujeres. Por turno, cada pareja estira su correspondiente media res de cabrito, tomándola por los extremos, la que mantienen suspendida mientras dura el juego.

"Cuando todos están listos, a una señal convenida y con acordes de corneta, forcejean en sentido contrario para arrebatar la presa, al mismo tiempo que dan un paso adelante y otro atrás.

"Pero en cuanto silencia la música tiran con fuerza y sin miramiento alguno, hasta que se corta y cada uno queda con su cuarto de cabrito, ganado legalmente... Muchas veces realizan torneos a caballo para tirar los cuartos, y entonces la lucha adquiere extraordinario interés y emoción, triunfando siempre el que monta mejor pingo y demostró mayor habilidad para arrebatar la res al adversario".

En Allá lejos y hace tiempo, Guillermo E. Hudson relata el mimético "juego del avestruz", que parece haber ocupado la atención de los gauchitos rioplatenses de mediados del siglo XIX, junto con las carreras, los simulacros de batallas y los "visteos" con cuchillos de palo:

"Uno de nuestros pasatiempos favoritos de aquella época -el único que hacíamos a pie con los chicos nativos- era la boleada del avestruz. Para este juego habíamos fabricado boleadoras, diferentes a las que usa el cazador... Las bolas, en lugar de ser plomo, eran de madera liviana, para no lastimarnos. Generalmente, el muchacho más veloz hacía de avestruz, alejándose y vagando por la llanura, a imitación de éste, haciendo como que comía el trébol, caminando en posición encorvada, dando corriditas y moviendo los brazos como si fueran alas e irguiéndose para imitar el zumbido que produce el ñandú macho cuando llama a la cuadrilla.

Luego, las boleadoras entraban en acción. Comenzaba la caza. El seudo avestruz corría presurosamente haciendo gambetas procurando disimularse detrás de los cardos, arrojándose al suelo para levantarse cuando oía los gritos de los perseguidores que se acercaban y volviendo a correr. Por momentos las boleadoras volaban por el aire. El las esquivaba hasta que, al final, alguna de ellas se le enredaba en las piernas echándole por tierra. Entonces los cazadores lo rodeaban y, sacando los cuchillos, empezaban las operaciones, imitando el acto de cortarle la cabeza. Después hacían como que se dividían el cuerpo, quitándole la pechuga y los alones, que son los mejores trozos para comer, hablando mientras tanto de le condición y edad del ave. Enseguida venía la parte más interesante o sea el momento de abrir el buche y de examinar su variado contenido. Más adelante se oía un grito de regocijo cuando uno de los muchachos afirmaba que había realizado un descubrimiento importante -una gran moneda de plata, un patacón-, armándose una discusión y, a veces, hasta una pelea, revolcándose en el pasto para tomar la moneda imaginaria".

Existían también, especialmente entre los "niños" de las familias más acomodadas, los juegos con carneros que arrastraban cochecitos de mimbre y la afición por los "petizos". Rafael Obligado recuerda a los primeros en su Autobiografía (1856-1885):

Fue por entonces mi corcel primero,
no el piafador romántico alazán:
un lanudo y magnífico carnero,
de grandes cuernos y apostura audaz.

Lucio V. Mansilla, a su vez, nos ofrece un interesante testimonio en sus reveladoras Memorias:

"Cuando las sirvientas que tomaban el fresco en la puerta de calle gritaban: Ahí viene el paquete Garmendia, los que jugábamos a la rayuela en el patio o en la vereda interrumpíamos le diversión para ver desfilar tan apuesto y gentil caballero. Parecida sensación producía Pepe Guido, menor que yo, en su petizo, yendo para la quinta o viniendo de ella para el centro. Los sirvientes me chafaban si alguna vez, herido en mi amor propio, decía: A mí también me van a traer un petizo del Rincón de López» (la estancia de mi padrino Gervasio Rozas). No mentía.

Me habían repetido tatita y mamita:
"Si tienes juicio tendrás el petizo, y si no,no".
"Al fin lo tuve".

"Pero me ajustaban las piernas con correas; otro motivo para que los sirvientes me mortificaran cuando no andábamos bien: ¡qué vergüenza!, me decían, el niño Pepe y los Livingston, muchos más chicos que vos, al galope solitos; y vos, vestido de militar, atado como un mono, al paso, dando vueltas por la manzana, cuidándote tío Tomás."

"La verdad, era ridículo, siendo la diferencia de edad considerable"

"Lo de éste es un "canguiñas", se repetía, dando a ello lugar mis miedos de todo y el exceso de cuidados, de prohibiciones. Era la vida en un fanal".

A esta pequeña zoología lúdica podemos agregarle, recurriendo ya a los animalitos más ínfimos y más bellos, la caza de pajaritos con pega y trampera, la caza de mariposas y la de tucu-tucus (Pyrophorus puntactísimus), estos últimos para adornarse con sus lucecitas, para correr carreras y para hacerlos saltar, como se estila en las provincias del Norte.

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