Los demonios del juego

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Años 1930: caída de Yrigoyen, ruptuya de un mundo y quiebra de las ilusiones de la clase media portuaria. Años del Pacto Roca-Runciman, de la Coordinación de Transportes, del Banco Central, del Palomar, de las Juntas Reguladoras, del Instituto Movilizados, de la CADE, de Bemberg, de Bunge y Born, de Dreyfus, de Ruggierito, de Barceló y Justo.

Años de depresión y de metafisiquería sobre el "ser" de los argentinos, pero al mismo tiempo de descubrimiento de las claves de nuestra dependencia. El porteño del 30 se repliega para rumiar a solas el fracaso de sus ilusiones: un hombre que se parece al "hombre de Corrientes y Esmeralda" de Scalabrini Ortiz, al Erdosain de Arlt, a muchos personajes de los hermanos Discépolo y a algunos de los "hombres en soledad" de Manuel Gálvez. Un hombre contradictorio y complejo, que se abroquela en la humillación, o que desciende al sótano de FORJA para descubrir el porqué de su fracaso, o que se enclaustra en el café para fustigar la soledad con los "demonios" del juego.

Scalabrini Ortiz apunta en El hombre que está solo y espera (1931) : "El jugador porteño es un sórdido atesorados de sensaciones. Ninguno de ellos codicia dinero, aunque todos hablan de él como del objeto de sus devaneos. Todos los timberos tienen la certeza de que en el juego no harán fortuna". Roberto Arlt redacta sus "aguafuertes" sobre las vicisitudes lúdicas del habitante de Buenos Aires: El turco que juega y sueña, La mujer que juega a la quiniela, Jugadores tramposos, La sed del jugador, etcétera.

¿Cuál es esa sed?, se pregunta Arlt; y esboza una respuesta: "...estoy seguro que si a mi jugador viniera el diablo y le ofreciera una fortuna a cambio de no jugar, este hombre movería la cabeza, dudaría, aceptaría el dinero, firmaría y al otro día perdería el alma al entrar a una timba, por haber faltado a lo estipulado".

A la mesa del café -café del Centro, con espejos descascarados, aserrín en el piso y vapores de máquina "express"- el porteño del 30 lleva el tema de los aprontes y las proezas de "Mineral" y "Payaso", la descripción del nuevo hipódromo de San Isidro, alguna anécdota de "Mingo" Torterolo, un "dato" de buena fuente, la admiración por el triunfo de Juan Carlos Zabala, el éxito de Santa Paula en polo, la "piña" de Justo Suárez, la formación de Boca para el domingo,la discusión aquella, interminable y absurda, sobre las habilidades de Masantonio y Bernabé Ferreyra.

El murmullo velado de las charlas es cortado por el rítmico golpeteo de los cubiletes y el desgranarse de los dados sobre las mesas de madera. Como los sitiadores de Troya, estos sitiadores de la esperanza juegan con pequeños cubos de hueso, y apenas se les percibe un destello de imprecisa alegría cuando los dados se clavan en alguna de las codiciadas suertes del juego elegido.

En las mesas delanteras varios grupos cenicientos de horteras, periodistas de lance, empleados nacionales, cesantes, supernumerarios y corredores sin empleo, "matan el tiempo" con interminables partidas de generala, bidú, pulí-pull, píojito, poker, as en la olla, rayita, etcétera.
Acodado junto a la ventana, con elejemplar de Crítica abierto y plegado en la página de carreras, junto al"capuchino" ya frío, un viejo "catedrático" de saco lustroso y luto en la manga se abstrae en la loca elaboración mental de una "redoblona" infalible, que le ha exigido rastrear el "pedigree" y los "tiempos" de tres generaciones de caballos.

En una mesa retirada un grupo de cafishios, que regresan de una excursión por San Fernando, juega en silencio al pase inglés. Uno de los jugadores -con todo el aire del Rufián Melancólico de Arlt- banca mientras echa "buena", y a la primera "mala" o "barranca" le pasa los dos dados a su vecino con un gesto indiferente. Todos juegan contra el ocasional "banquero" y hacen sus apuestas subrepticiamente, para despistar a los tiras que periódicamente relojean el local. Los lances se repiten con monotonía isócrona: si se clava un 7 ó un 11 gana la "banca"; si sale un 2, un 3 ó un 12, que son "malas", pierde. Si por el contrario se clavan 4, 5, 6, 8, 9 O 10, 'que son "puntos de banquero", el jugador tiene que repetir el número (si sale antes que el 7 gana; pero si el 7 se da primero la "banca" pierde). Atados a las posibilidades invariables y reiterativas de los dados, los arrugados billetes que les han entregado sus loras cambian de mano por debajo dela mesa.

En un rincón del mostrador, amortiguando la voz nasal, un "levantador" de quiniela pasa jugadas por el teléfono de candelero que el patrón reserva para algunos clientes de confianza.

En el primer billar del fondo dos estudiantes "rateros" practican "bandas", 'retrocesos", "corridas", "pasebolas", piqués y massés bajo la mirada aparentemente ausente de un tendero maricón que se hace lustrar los botines. Algo más atrás, en la mesa que está junto a los baños, un italiano afinador de pianos y un tipógrafo que tose constantemente juegan a la Carolina en una mesa con "troneras". Taqueadas con habilidad las dos bolas blancas y las tres de colores se desplazan por la mesa haciendo "carambolas", "tantos" y "billas". A intervalos regulares el italiano, que fue campeón de casin en un club de Floresta, se queja de la dureza de las bandas y añora la mesa mitológica del famoso "club social y recreativo", que fundieron un par de "vivillos" de la Comisión Directiva.

Fuera del centro, en los cafés, despachos de bebidas y cantinas que hacia el sur y el oeste de la ciudad bordean Chiclana, Boedo, Tellier y Gaona, o se recuestan en esquinas demoradas en el tiempo, como la de Corro y San Eduardo, predominan los juegos de baraja, los más ranciamente criollos y los traídos por la inmigración.

Frente a esas mesas, en las que abunda la ginebra y el vaso de vino tinto con salvajes coloraciones de campeche, recalan carreros y chateros, albañiles, herreros y forjadores, peones de las fábricas de fósforos y ácido sulfúrico, alpargateros, curtidores, matambreros de los frigoríficos, estibadores, picapedreros, peones municipales, choferes de taxi, guardas de tranvía, mecánicos, carpinteros, pintores, etc. Manos de laburantes que retumban sobre las mesas en los lances del truco, y que se mueven con soltura en las peripecias del tute, del tute cabrero, del tute remate y del codillo -el mismo que "llenaba" el almacén, al decir de Homero Manzi en Barrio de tango-, peripecias despiadadas, con algo de "ley de la selva", como metáforas del mundo egoísta que los explota.

Sobre las mesas curtidas del almacén se trenzan y destrenzan, en noches de sábado y mediodías del domingo, los descartes del mus, los "envidos" y "revidos", los "órdagos", las idas y venidas de los "amarracos"; y sino es mus, truco o codillo, se juega a la brisca, a la escoba, a la báciga, al chorizo, al siete y medio, al tres sietes, al golfo, con una intensidad que parece buscar en la imaginería de los naipes ese cielo clausurado por la vida sin demasiadas ilusiones.

Con cierta frecuencia el orden rutinario del almacén es perturbado por alguna "pelotera" nacida del juego, o por las apuestas, que se cruzan generalmente entre ursos de faja negra a la cintura y escépticos de la estirpe de Santo Tomás: entonces los parroquianos abandonan las barajas para asistir admirados a alguna proeza de los tiempos míticos (en el fondo otra forma del juego), como la del estibador entrerriano que se comía seis docenas de huevos duros sin pestañear, o la de aquel albañil lombardo que levantaba una bolsa de azúcar con los dientes, o aquella casi increíble del polaco que masticaba vasos de cerveza.

Del juego del tute y de la cultura del almacén la ciudad extrajo un puñado de expresiones que se incorporaron a la colorida charla popular y que con el tiempo fueron ampliando su dominio y diversificando su sentido: "acusar o cantar las cuarenta" (cuando se juntan 'un rey y un caballo del mismo palo se acusan "veinte", y si ambas cartas son de triunfo se cantan las "cuarenta"); "pescar en un renuncio" (durante las últimas seis bazas los jugadores tienen la obligación de "servir"; si no lo hacen, teniendo cartas del palo jugado, se dice que "renuncian"); "estar en las diez de últimas" (el jugador que hace la baza final se agrega diez puntos); "hacer capote" (hacer todas las bazas); "andar fallo" (no tener cartas del palo que se juega de mano), etcétera.

Ezequiel Martínez Estrada tituló Las 40 a uno de sus libros, escrito en 1957 "para repetir antes de callar para siempre, a manera de testamento, mi última categórica voluntad de negar los dioses nacionales e inducir a la juventud al ateísmo cívico" (la segunda parte del libro se llama, significativamente, "Las diez de últimas").

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