Secretos de Monte Carlo (1)

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Mientras se regresa a casa desde el Casino, después del trabajo frente a las mesas, una mujer bonita y maravillosamente arreglada, lo detiene y solicita ayuda. Ha sido insultada -se busca con la vista al villano en derredor- que ha desaparecido. La belleza se torna fraternal; ella es bastante consciente de que uno es croupier, y antes de mucho está intentando que se traicione la confianza del Casino en su favor. Y el aspecto extraordinario acerca de muchas de estas tentadoras es que, fuera de Monte Carlo, son verdaderos modelos de virtud.

Tienen una idea peculiar de que el croupier puede "arreglar" la ruleta o las cartas, y de hecho siempre lo hace en favor del Casino. Por supuesto que el juego en el Casino de Monte Carlo es absolutamente limpio y honesto, pero es imposible convencer a tales mujeres de ello. Piensan que es bastante legítimo intentar fascinar a un croupier con sus incuestionables encantos, a fin de que altere los números o los colores en favor de sus apuestas. Muchas piensan que siendo hombres, se lo deben en homenaje al otro sexo. Tratan de minar la honestidad de un croupier de la misma manera como se esfuerzan en que el propietario del caballo les regale boletos de la carrera.

Una mujercita muy menuda, de nobiliario título inglés por más seña, me dijo un día, cuando yo me negué cortésmente a aceptar sus favores, en pleno Casino:
-Monsieur Ketchiva, ¡Ud. no es un caballero! -Me condolí de su opinión a mi respecto, pero era un empleado del Casino, y ya que debía ejercer el oficio de croupier, lo haría honestamente. Los croupiers noveles y jóvenes son siempre materia de atención de las bellas jugadoras. Una hermosísima española manifestó su disgusto cuando me trasladaron del salón exterior a aquellos del fondo conocidos como "salle privé", donde se realizaban las sesiones de más cuantía.

Ocurrió por entonces que mi hermana llegara a visitarme, y la española se las compuso para lograr su amistad, con el objeto, lo comprendí más tarde, de poder tratarme. Como amiga de mi hermana, no sospeché de ella, hasta que un día me pidió la acompañase a dar un paseo por la terraza. Fue allí donde mostró sus cartas. Por supuesto nuestra amistad quedó disuelta al instante, prohibiéndole que volviese a frecuentar a mi hermana. Esa noche vino a mi mesa y comenzó a jugar lentamente. Perdió, y al retirarse apoyó sus manos sobre mis hombros, y cuchicheó algo a mi oído. Debo decir que fue una calificación por no haber cedido a sus encantos, pero el hecho es que hablarme en secreto en la sala de juego causó suspicacias al Director, quien mandó llamarme al instante.

Fuí relevado de mi puesto durante una quincena, de modo que las sospechas se desvanecieran, pese a que tuve éxito en hacerle comprender al Director cuál fue la realidad de lo que ocurriera. Me parece que una de las noches más emocionantes de mi carrera, fue algunos meses antes de declararse la guerra. Asumía el más apasionarte interés a causa de la jerarquía de los personajes que estaban presentes. Aunque la temporada no había aún comenzado, Monte Carlo estaba ya saturado de gente aquel mes.
Estaba yo percatado de que desde aquel lugar soleado, aunque siniestro, se movían muchos de los hilos vitales en el destino de Europa; que los agentes secretos alemanes y austríacos se reunían clandestinamente en una blanca villa del Cabo Martín, y que los conspiradores realistas realizaban allí sus encuentros para discutir sus políticas de guerra, mientras en apariencia se divertían alegremente en la Riviera.

Fue esa noche que pagué dos millones de francos al Archiduque de Alemania, quien pasaba por una de esas rachas afortunadas que eran el comentario de todos. En mi mesa estaba aquella noche memorable, además del Archiduque, el General Von Kluck, a quien combatiría más tarde en el Marne, y casi haría blanco de una granada. ¡Yo, el modesto croupier que retiraba sus pérdidas en Monte Carlo! El Gran Duque Nicolás de Rusia, el Commendatore Eduardo Gaspagui, del que sabía era de la policía secreta italiana... Estaba ahí también, un poco incongruentemente, Keppo, el gran comediante vienés. Vuelvo a pensar que fue aquella noche, la noche más crítica e interesante de mi vida. Mientras cantaba las posturas hacía girar la rueda, y pagando y retirando apuestas, observaba la heterogénea masa de jugadores. El Archiduque estaba sentado cerca del Gran Duque Nicolás, a medio metro de mí conversando afablemente -los dos mejores amigos del mundo.

Como decía, el primero ganaba de continuo y a medida que la velada transcurría, iba volviéndose más temerario. Erguido a sus espaldas, estaba un hombre alto, moreno y bien plantado, el favorito del Príncipe, el Conde Von Spiel, más tarde muerto en el Somme. De vez en cuando el Archiduque daba vuelta la cabeza, y alargando la mano recibía un puñado nuevo de billetes del Banco de Francia, de su asistente. El Gran Duque estaba bastante solitario, en su sencillo traje de noche, sin una sola condecoración, mientras que el príncipe real germano lucía el deslumbrante uniforme de sus regimientos alemanes. Repentinamente el Gran Duque se levantó y palmeando al Archiduque en el hombro musitó:

-Estoy sin suerte esta noche; tú lo has acaparado todo... Me voy a buscar a las damas -refiriéndose quizá a su amante. Sonriendo, su interlocutor murmuró:
-Las encontrarás tan esquivas como "Madame Chance".
-Quizás... Pero es un placer perder frente a una mujer -replicó el Gran Duque, y salió de la sala.

Durante más de una hora continuó jugando el Archiduque, hasta que llamado por una dama, se levantó anunciando que iría a bailar a Hotel de París, hasta la cercana madrugada.
Mientras salía, reparé que el Commendatore Gaspagui recogía sus ganancias y dejaba también el Casino.

Todo ello, hizo que empezara a perderse en conjeturas, aunque reflexionando que el primero de los mandamientos de un croupier es atenerse a sus propios negocios.

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