La Mujer y el Azar Libro: Confesiones de un Croupier

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Recuerdo un incidente en el Casino de Evian que nunca se borrará de mi memoria. Una preciosa francesita había estado perdiendo día tras día, durante una semana, en mi mesa, y observé que la huella de esas pérdidas se reflejaban cada vez más profundamente en su rostro. Una tarde, cuando arriesgó sus últimos mil francos, reparé en un hombre alto y obeso, con una mirada inequívoca en sus pupilas. Se colocó en un asiento contiguo al de la muchacha y sacando un enorme fajo de billetes, lo colocó junto a él. El efecto psicológico del gesto fue patente, pues vi los ojos de la chica observar codiciosamente el dinero. Iba ya a abandonar la mesa, perdidos todos sus recursos, cuando el hombre le tendió un fajo... Suspendí la respiración. ¿Los tomaría ella? Durante un instante pareció indecisa y luego tomó dos billetes del fajo, y los colocó a color; una sonrisa coqueta jugueteaba en sus labios, dirigida al hombre a su lado. Suspiré amargado y, proseguí mis tareas.

Este incidente me recuerda una pasmosa proposición de matrimonio que me hicieron una vez en la Riviera. Salía una noche del Casino, cuando se me acercó un chofer uniformado, y me entregó una esquela. Quien escribía me invitaba a visitarla en su hotel, el mejor de la Costa Azul... Agregaba el mensaje que el auto estaba a mi disposición. Era una misiva delicada, y la firmaba una baronesa austríaca a quien solía ver en el Casino. Tenía fama de ser fabulosámente rica, y por cierto, hacía furor con sus exóticas toilettes cada vez que pisaba los salones.

Después de dudar un instante subí al lujoso Renault, y me hice conducir al suntuoso departamento de la dama. Después de besar su mano y sentarme, aguardé a que comenzara a hablar. Tenía ella realmente una figura soberbia, y estaba irresistible en su tímido silencio que rompió para decir:
-¿Quiere Ud. ser mi marido?
Carraspeé yo.
-Madame la Baronne se chancea -y me puse de pie. Levantándose también se acercó a mí y sus brazos me rodearon el cuello. -¡"Cheri"! -murmuró besándome.
-Pero Madame, ¿porqué me quiere Ud. de marido? No soy sino un pobre croupier.
-Exactamente -replicó ella. -Pero...
-Escucha... -prosiguió-. Nos casaremos, pero primero deberemos ganar en la ruleta, "¿n'est ce pas?".

Comencé a ver el asunto con una luz más clara. La beldad se me brindaba en pago de una "ayuda" mía en el tapete. Para abreviar la historia, diré que estaba arruinada, vendidas sus joyas, y a punto de ser enviada a la cárcel por sus acreedores. Como último recurso ofrecía su nombre al croupier, por un "golpe" de un milllón de francos. No añadiré que vime forzado a declinar la tentadora oferta, pues la Baronesa era realmente estupenda, y tenía una figura...

Fue en esa temporada que recibí de otra dama una cicatriz que conservo hasta ahora. Sucedió en mi mesa, donde se hallaba una italiana muy atractiva, y que pasaba por una racha de mala suerte; ya había tratado de convencerme que la dejara colocar su apuesta sobre el número que ganara, y tuve que reprenderla por eso, lo que hizo brotar rayos de furia en sus negros ojos. Al golpe siguiente, intentó de nuevo introducir varias fichas en el número premiado, y me vi obligado a advertirla.

-Madame -dije- si vuelve Ud. a hacer eso, tendré que rogarle que abandone la mesa.

Por toda respuesta se levantó, y con toda la fuerza de que era capaz me arrojó la cigarrera de metal que tenía a su lado. Era ésta de afilados bordes, y uno de ellos se hundió profundamente en mi carne. La sacaron de la sala, y yo tuve que sufrir varias puntadas en una mano, y suspender algunas semanas mi trabajo.

Al día siguiente recibí un cheque de la misma mujer por cinco mil francos, de modo que el asunto tuvo siquiera alguna compensación.

Uno de los sucesos más asombrosos de que he sido testigo, y que intentaré relatar aquí, fue algo que ocurrió a Eleonora Duse, la famosa trágica italiana. Fue ella, por muchos años, una esclava del azar, y habitué de los más notables, al Casino de Monte Carlo.

No olvidaré el día en que súbitamente se levantó de frente a la ruleta, en la "salle privé" donde yo dirigía, y con gesto dramático elevó al aire su brazo, jurando no volver a jugar de nuevo. Recuerdo también el gesto de escepticismo con que se recibió la promesa. Había estado perdiendo sumas fabulosas durante una quincena, cada noche, a veces setenta y ochenta mil francos por vez.

Serían alrededor de las siete de cierta tarde cuando ocurrió el incidente que la hizo alejarse de la ruleta para siempre, y aunque parezca extraño, nada tenía que, ver el caso con su persona. Sentada a su lado estaba una muchacha italiana muy bella, quien luchaba furiosamente contra la suerte adversa. De vez en cuando Eleonora le advertía:
-Tranquila, chica; no sea tan impulsiva.
A cuyas advertencias no hacía la muchacha el menor caso.

De pronto, después de un golpe más desastroso que los demás, la joven se puso intensamente pálida, introdujo algo en su boca, y cayó al piso, en el preciso instante en que el esposo se aproximaba a la mesa. La trágica escena siguiente afectó hondamente a Eleonora. Apenas se llevaron el cuerpo de la infeliz, la signora Duse apartó las fichas que tenía, e hizo la dramática invocación que les he referido.

Nunca volvió a entrar al Casino, y como me dijera más tarde, cuando la encontré en Cannes, la sombría muerte de aquella jovencita italiana, llena de belleza y encantos, restó quizás a la bolilla otra posible víctima de su fatal hechizo.

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