La Realeza alrededor de la Bolilla de Marfil

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El juego es después de todo, cualquiera sea la opinión que merezca, un deporte, y aunque muchos no se permitan el dejarse arrastrar por su fascinación indudable, queda fuera de cuestión todo el encanto y la diversidad que encierra el paño verde de sus mesas.

Existen pocos príncipes o soberanos que no hayan tentado alguna vez, de una manera u otra, a la diosa Fortuna, ya sea en los Casinos, el turf, o aun en la atmósfera enrarecida de las salas de juego de sus palacios. El Príncipe de Gales se complacía en pasar sus tardes en el Casino, y yo he visto a esa rubia Alteza en Biarritz, Deauville y Le Touquet. He presenciado cómo jugaba al baccarat, con una maestría que dejaba atrás a la de los jugadores más viejos y avezados. Pero aunque el Príncipe fuera muy hábil, carecía de suerte, y muy rara vez se levantaba llevando una ganancia apreciable. Solía jugar al baccarat o a la ruleta, con la reflexión o meticulosidad y el espíritu deportivo con que cazaba o practicaba el polo. Era pesimista, como lo demostraba al iluminarse su rostro de contento y asombro cuando yo depositaba a su lado alguna suma, en vez de retirar sus puestas, como era lo más habitual. Era, por supuesto, una figura llamativa en el Casino. Su rostro claro y aniñado contrastaba marcadamente con el de los endurecidos habitués, asemejándose al de un estudiante de Eton desprevenido de las posibilidades de la diosa Casualidad. Jugaba con maravillosa indiferencia a los ojos de la concurrencia plebeya -aunque debía tener conciencia de atraer la atención general- conservando ese dominio de maneras que formaba parte de la personalidad del gentleman inglés. Trataba siempre de "mezclarse con la gente", cuando visitaba el Casino, pero, para su inconfesado despecho jamás se le consideró como "un joven ordinario". Incidentalmente, debo decir que la llegada de estas Altezas aumentaba en no pequeña medida los ingresos del Casino.

Tan pronto como se sabía la llegada de un personaje real, se reservaba el asiento que él solía ocupar, y sus jugadas eran apartadas de las que hacía el público.

Cuando el Príncipe de Gales llegaba a la mesa, observaba yo cómo decenas de jugadores atisbaban su menor movimiento, jugando cuando él lo hacía, y perdiendo cuando él perdía. La gente, cualquiera su nacionalidad, se parece, después de todo, bastante a las ovejas.

Solía yo concurrir a menudo al pequeño Casino de San Sebastián, antes de que fuera clausurado por la dictadura de Primo de Rivera, para ver jugar a los españoles. A pesar de sus reducidas dimensiones, era el de San Sebastián uno de los centros de juego más activos y en el que el dinero corría a raudales, de Europa.

El rey y la reina de España acostumbraban a llegar en su automóvil, y engrosar luego muy democráticamente, la concurrencia vespertina del salón. No jugaban con exageración, pero cierta vez, vi al rey permanecer en el baccarat varias horas sin interrupción, perdiendo mucho más de lo que ganaba -claro está que no jugaba por ganancia, sino sólo por experimentar la excitación de la incertidumbre.

Recuerdo un incidente que acaeció una noche en San Sebastián, estando él presente. Se hallaba sentado frente a una de las mesas, y a sus espaldas estaba un irascible millonario americano, de esos que piensan que porque tienen dinero, son los señores puedelotodo. Pienso por lo que ocurrió después, que el hombre desconocía la identidad de su ilustre vecino.

Todos los sitios estaban ocupados, cuando el rey Alfonso, después de arriesgar y perder, algunos cientos de pesetas, se levantó para abandonar la mesa. No había aún dejado el puesto, cuando el americano se abalanzó apartando a una dama española, alta y hermosa, a la cual el rey, obviamente, se disponía a ceder el asiento. Un pesado silencio siguió a la descortesía del yanqui, que echaba por tierra el propósito del rey.

Fue entonces cuando Su Majestad desplegó esa su innata y tan española "politesse", que lo hacía proverbial. Volviéndose a la dama, tan injustamente desairada, ofrecióle su brazo para conducirla a otra mesa, donde ambos pudiesen hallar una ubicación. En cuanto al abochornado americano, no pudo mantener su puesto mucho tiempo, pues los demás jugadores hacían tan diversas alusiones a su falta de cortesía con el rey y la dama, que pronto hubo de retirarse en ignomiosa confusión.

Mientras ocurría dicho episodio, tuve oportunidad de salvar a una hermosísima joven inglesa, hija de un ex ministro de su país, quien se hallaba ciertamente en un lance bien embarazoso. La conocía de vista, por haberla encontrado junto a su padre, varias veces, en Dauville y Monte Carlo. En esta ocasión había precedido a su familia, y se hallaba sola en San Sebastián.

Me encontraba una tarde cerca de las salas, cuando percibí a la dama poco menos que en brazos de uno de los mayores y más inescrupulosos aventureros de Europa, a quien llamaré el Príncipe H., aunque su título era de muy dudoso origen, hombre que no se atrevía a asomar las narices en la mayoría de los grandes Casinos del continente, a causa de su fama de jugador fullero. Al observar que la pareja se aprestaba a dirigirse a las mesas, comencé a preguntarme qué suerte de enigma podía haberlos unido en intimidad tan estrecha y completa.

Presintiendo algún misterio, me tomé la molestia de no perderlos de vista, y no fue poca mi sorpresa al oír que la joven se dirigía al hombre por su nombre de pila. Era, fuera de dudas, una amistad muy íntima. Por un momento, el sujeto se alejó, y yo aproveché para acercarme a la inglesa.

-Mademoiselle -dije-. La he visto en Monte Carlo y Deauville, y quiero prevenirla...
-Hágalo -respondióme sonriendo ante mi faz turbada...
-Sí -proseguí-. Su acompañante, al Príncipe H....
-¿Mi acompañante? ¿El Príncipe qué? -replicó-. Mi compañero es mi prometido -y pronunció un nombre que no era, por cierto, el del truhan y arruinado que yo sabía que era.

Comprendí entonces que la única forma de ayudar a la niña, era hablar con cruel claridad; le dije cuanto sabía acerca del hombre que estaba a punto de convertirse en su esposo. Se indignó al principio -como yo suponía- pero cuando le sostuve que el Príncipe H. había sido expulsado del Príncipe de Mónaco, prohibido de entrar a la mitad de los Casinos de Francia, y que más de una vez cayera en manos de la policía, se puso pensativa, y dándome las gracias, abandonó el Casino. Dos días más tarde su padre llegó de Londres, y como no la volví yo a ver en compañía del Príncipe H., supuse que éste había tomado el vuelo. Significaba ello la salvación para la linda inglesa, de un matrimonio desastroso, o quizás algo peor, de eso estaba seguro. Volví a encontrar al truhán un año más tarde en París, en un tugurio de Montmatre, deshecho ya por las drogas y el vino.

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