Página 2 de 2
El nombre de André Citroen es como un símbolo del Casino de Monte Carlo, y quizás, de cualquier Casino. Con excepción de De Mesa, el millonario cubano, André Citroen, por aquella época, levantó más dinero de las mesas de juego que cualquier otro hombre viviente. Su suerte era asombrosa, y recuerdo cómo hizo quebrar mi mesa en tres ocasiones en una misma velada, ganando más de un millón de francos.
Citroen parecía poseer el arte casi increíble de conocer qué número, series o colores saldrían, y cada vez que apostaba su fantasía sólo demostraba seguir el vuelo de su propia inspiración, al tiempo que esas jugadas eran también seguidas por muchos. Aquellos que contaran con recursos para seguir los pasos de Citroen en todas las mesas de Europa, habían participado sin duda, de su suerte extraordinaria.
El éxito de Citroen en la ruleta contrastaba con la invariable mala suerte de Sara Bernhardt; la divina Sara no ganó jamás en su vida un solo franco en todos los Casinos que visitó. Amaba tanto este juego que poseía una ruleta particular, que llevaba en todas sus giras, y con la que jugaba a solas.
Cierta vez creyó haber ganado, y tuve que advertirle que la jugada pertenecía a una pequeña inglesa a su lado, que al reclamar su pertenencia, destruyó una de las mayores alegrías que Sara pudo tener en la vida.
Por aquella época frecuentaba Deauville, Sir Hari Singh, quien se denominaba a sí mismo, "el hombre que nunca perdió". Esto no era del todo cierto, pues Sir Hari perdía ocasionalmente, pero pronto comenzaba a ganar sin interrupción. Recuerdo una noche en Deauville en que jugó siete horas seguidas sin perder una sola puesta. Esto constituye un record, y que yo sepa, no ha sido superado en ningún Casino del mundo.
Un día Sir Hari se ubicó en la mesa que yo atendía; contigua a él estaba una chilena, de una belleza hispánica y morena. Siguió el juego de Sir Hari durante un tiempo, pero por verdadero azar había perdido en varias jugadas. Disgustada, la mujer cambió de táctica, y por extraña fatalidad, sus números y colores, opuestos a los del vecino, comenzaron a no darse, mientras aquél ganaba de continuo. Después que hube arrastrado sus dos últimos ??plaques?, llevada sin duda por la fiebre del juego, se inclinó hacia mí murmurando:
-Monsieur Croupier: ¿diez mil francos por esto a un solo golpe?
Tales cosas estaban, por cierto, prohibidas, aunque por los salones menudeaban gentes a la pesca de mujeres irreflexivas a quienes se podía comprar sus joyas a precio de baratijas. Iba yo, pues, a rehusar el ofrecimiento, cuando Sir Hari se dirigió a la mujer, exclamando:
-¿Si puedo ser útil a Madame...?
Sonrió ella, y le tendió la joya, un anillo de rubíes magníficos. Sir Hari colocó ante la dama diez placas de mil francos. Jugó ella y ganó. Volvió a hacerlo, y volvió a ganar, y otra vez. Dejando todas sus puestas sobre el paño, aguardó el próximo golpe. Durante siete veces la acompañó la suerte, y pudo así reconquistar el anillo que la cortesía del príncipe oriental volvía a brindarle.
Hubo un final bastante trágico en todo el asunto. Pocos días más tarde, un cuerpo de mujer fue arrojado a la playa, desnudo, y con el rostro desfigurado. Una sola cosa pudo establecer su identidad, el valioso anillo de rubíes. Nunca logró establecerse si la chilena se suicidó o fue víctima de algún accidente.
Para el observador experimentado existen muchas incongruencias relacionadas con la vida en las salas de juego. La extraña mezcla de gente y las diferencias de condiciones entre ellas, hace posibles a veces las situaciones más raras, y a veces casi irónicas. Vi una vez a un famosísimo juez francés sentado al lado de un hombre que había cumplido una condena de cinco años; unos metros más allá, se hallaba un Príncipe heredero. En otra ocasión tuve frente a mí, a una gran actriz francesa, quien tenía por un lado a su esposo, y al otro, a su marido anterior... Los tres charlando muy animadamente, como los mejores amigos del mundo; percibí una entonación de afecto en la voz del primero, cuando hablando a su sucesor, dueño y señor por entonces de la belleza y el carácter de aquella imperiosa actriz.
Recuerdo un incidente divertido que me ocurrió en Biarritz. Caminaba por la rambla a tomar mi "apéritif", antes de entrar en servicio.
De golpe, un hombre de una clase que sólo los miembros muy experimentados de los Casinos sabemos distinguir, se me acercó.
-Tengo el único sistema infalible, Monsieur -murmuró el bandido-. Y por unos pocos francos puedo hacer la fortuna de ambos.
Me tomaba por un turista inexperto. No teniendo nada mejor que hacer, me mantuve en papel, cambiándole un billete de cincuenta francos por el sobre que contenía el sistema infalible que haría quebrar al Casino...
Más tarde, al hacerme cargo de mi mesa, lo primero que vi fue al viejo vividor, quien al reparar a su vez en mi persona o identidad, casi pierde el sentido. Jugó, con todo, y experimenté un placer pagano en retirar con mi rastrillo sus últimos francos, y verlo emprender ignominiosa retirada.
Horas después, en el relevo, se me ocurrió ver qué había puesto en el sobre aquel truhán. Con gran asombro hallé al abrirlo, que contenía un billete de mil francos. Me perdía en cavilaciones, cuando vi al hombre que se precipitaba a mi encuentro.
-¡Monsieur, monsieur...! -aulló en el colmo de la desesperación-. He cometido un error. Le di un sobre equivocado.
Yo sonreí. -Cincuenta francos por él -exclamé.
Pagó de buen grado, y yo le entregué su billete de mil francos. Regresé a la mesa con el sobre aún en la mano. Al examinarlo, vi que estaba dirigido a una mujer, en París, la esposa del tunante, su madre, o su novia quizás...
De todas maneras, él perdió esa noche el billete, quienquiera que fuese su destinatario. Me arrepentí más tarde de no haberlo yo enviado a la dirección del sobre, en vez de devolverlo al taimado tahur.
¡Cosas extrañas, extrañas, curiosas y divertidas, ocurrían, en verdad, en los Casinos de Europa!