Beldades ante el Tapete

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Pocas, muy pocas cosas consiguen reformar a las mujeres que se dan a la bebida, las drogas o el crimen; y ocurre exactamente lo mismo con las que se abandonan al juego. La mujer que adquiere este vicio pronto deja de ser una criatura normal, para transformarse en un ser tan vil como carente de escrúpulos, al par que astuta y avarienta. Parecerá este un lenguaje algo crudo, pero si Uds. tuvieran mi experiencia, creo que compartirían conmigo la opinión de que el bello sexo suele perderse en cuerpo y alma frente a las contingencias de esa diosa de corazón de hierro que es la Probabilidad.

La bellísima, talentosa y desdichada Isidora Duncan, era, cuando la vi por vez primera en Monte Carlo, la más desafortunada de las jugadoras, y aquellos que la conocían íntimamente, sabían que ese ser fascinador era perseguido por el demonio de la mala suerte dondequiera que fuese. Fue por lo tanto, un placer para mí, la vez que presencié cómo quebraba esa racha nefasta, y recogía del tapete de la "salle privé" de Monte Carlo, la reconfortante suma de 125.000 francos. Ocurrió en mi mesa, y creo que en toda mi carrera de "croupier" jamás fui tan feliz de pagar una suma como en esa ocasión. Durante esa velada llegó Isadora maravillosamente vestida, como le era usual, aunque sus espléndidos ojos, que a tantos sedujeran, aparecían velados con una expresión de tristeza y desgano.
-"Bon jour", Paul, ¿qué suerte me tiene reservada esta noche?

-Buena, así lo espero -replico- aunque no soy un buen profeta -añadí a guisa de advertencia.
Isadora se ubicó en un lugar, y pronto su pila de fichas principió a crecer; parecía que la suerte no iba a abandonarla esa noche; acertaba golpe tras golpe, y gradualmente el "spleen" comenzó a borrarse de su rostro, animándose como nunca la viera. Los jugadores se apretujaban a su alrededor, mientras el tiempo avanzaba, y así llegó la hora de la comida, rodeada Isadora de gente que en vez de envidiar sus ganancias, se congratulaba de ellas, sabedora de su proverbial mala suerte.

Cuando se levantó al fin, horas más tarde, recogiendo la gran cantidad de fichas, que se amontonaban a su frente, me dijo aún, que pasé dos horas de mi relevo absorbido frente a la pasmosa suerte de la gran artista.

-Me advirtió Ud., Paul, que ganaría hoy, y resultó buen profeta.
-No tiente a los dioses de nuevo -le dije- que ellos no son constantes.
-No lo haré -replicó-. Y pienso que cumplió su promesa. Muchos meses pasaron antes de que volviese a verla, esta vez en Deauville.

Fue en esa temporada que conocí por vez primera a Sarah Bernhardt, la "divina Sarah", que llegaba a Monte Carlo intentando, una vez más, rehacer su vida accidentada, pero sin lograr evitar el dramatismo que la seguía hasta las mismas mesas de juego.

Fue una historia dolorosa, en la que intervino también un hombre que con su maravillosa devoción seguía las huellas de la gran trágica, aunque sin lograr otra compensación que un sincero afecto de aquélla, por su amor grande y fervoroso... Era tradicional la adversa suerte de Sarah en el campo de otros juegos, pero nunca había accedido ella a probar fortuna en las mesas de la ruleta.

Una noche llegó Sarah Bernhardt a la "salle privé" con mirada tensa y voluntariosa en el rostro. Traía consigo unos 100.000 francos, y con ellos comenzó a jugar. Los hados adversos habrían de acompañarla también en esa ocasión, y tres horas más tarde, el total de dicha suma engrosaba ya las arcas del Casino. Retorciendo sus manos con ese gesto que le era tan propio, se levantó y abandonó el salón.

Horas después se esparció el rumor por todo el Principado de que había atentado contra su vida. Parece que se encerró en el lujoso departamento de su hotel, intentando envenenarse. En esos momentos, y con el presentimiento de la tragedia, el vizconde de X -no lo nombraré, pues vive todavía- forzó las puertas, e impidió su propósito. Al interrogarla, y descubrir de qué clase era su tragedia, le extendió sonriente un cheque de préstamo por 300.000 mil francos, que serían para la actriz una providencial tabla de salvación. Pagó ella, seis meses más tarde, esa deuda de honor, profundamente agradecida a su intempestivo salvador -que no era otro que el cortejante desechado- por su intervención oportuna y generosa.

Sarah Bernhardt fue una de las jugadoras más infortunadas que haya conocido, y sólo puedo compararla con otra gran figura, igualmente ajena a los favores del azar: la bella Eleanor Duse que abandonó el juego, cuando una muchacha a su lado se quitó la vida al perder la última ficha.

Aquellos que frecuentaban la Rivera recordarán a esas mujeres exóticas y extrañas que peregrinaban el año entero de Mónaco a Niza, viviendo en pequeños hoteles, y apareciendo cada día frente al paño, como si cumpliesen un rito; el rito de la esperanza frente al capricho insondable de la deidad de los sueños y la riqueza. Se les denominaba "las mujeres olvidadas", a falta de mejor descripción.

Eran, en verdad, seres de tragedia, sus ingresos, esfumados ante la bolilla, y que ya, impotentes para jugar, se contentaban con acercarse a observar, semejantes a esqueletos devorados por el pájaro de la carroña...

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