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Tratando de ganar tiempo, levanté una de ellas, como si quisiera cerciorarme...
-¡Sacré Dieu! -gemÃ-. Tiene Ud. razón, señor; esto se complica para mÃ, y no sé verdaderamente cómo explicar...
-Esas eran joyas de gran precio -respondió- Ud. tendrá que compensar de inmediato a Madame.
-¿AceptarÃan Uds. cien mil francos?... -pero no pude concluir la frase, pues de súbito cuatro hombres penetraron en la estancia, y echándose sobre la pareja, prestamente les colocaron las esposas.
-Conozco a esta pareja -dijo el Inspector-. Ya hicieron un trabajo similar en ParÃs. La mujer, por supuesto, sustituyó los rubÃes en un descuido suyo, durante la primera entrevista. El juez condenó al hombre a cinco años de prisión, y a tres a la mujer. Y de este modo concluyó la historia.
No lejos de la casa de este original prestamista, sin disputa el más conocido y excéntrico de Monte Carlo, se hallaban las oficinas del telégrafo, donde podÃan verse a cualquier hora del dÃa o de la noche, una pequeña multitud de personas que en forma más o menos simulada redactaban cablegramas, ya sea pidiendo dinero, o bien comunicándoles sus grandes ganancias en el Casino. Me hice amigo de uno de los empleados que atendÃan al público, quien me refirió una porción de divertidas historias acerca de los jugadores tronados que pedÃan telegráficamente más "combustible".
-Resulta verdaderamente cómico ver cómo tratan de disfrazar sus comunicaciones -me contaba el hombre- y no evidenciar que cablegrafian pidiendo dinero. Una vez, se acerca una mujer, quien después de muchas vueltas y rubores me entregó un despacho concebido asÃ: "Fifà no tiene más biscuits". Fifà era, en apariencia, el pequeño pequinés que llevaba en los brazos, pero en realidad, sabÃa yo bien a quien pertenecÃa ese nombre. Recuerdo también a un muchacho americano muy joven, que con toda regularidad cablegrafiaba todas las semanas pidiendo que le giraran mil dólares. Finalmente recibió un dÃa esta respuesta: "No más dinero. Trabaja para conseguir tu pasaje de regreso. Pop". La tragedia cerró este asunto, pues dos dÃas más tarde el joven se voló la tapa de los sesos.
Cosas parecidas ocurrÃan en las dependencias de "Poste Restante", donde una fila interminable de hombres y mujeres de faz desolada inquirÃan diariamente ante las ventanillas por una carta que casi nunca arribaba. Muchachos jóvenes y hermosas mujeres cautivantes y distinguidas engrosaban a diario esa "Brigada del Poste Restante" como se la denominaba, y era allà precisamente, donde los tratantes de blancas acechaban su presa. Abrumadas por la ruina que les trajera la ruleta, el terrible desamparo en esa ciudad egoista, además de la humillante perspectiva de un retorno semejante a sus hogares, tales mujeres aceptaban la primera ayuda que se les ofrecÃa, esperanzadas en devolverla con las ganancias que ese dinero les traerÃa en el Casino.
PerdÃan invariablemente, y esa nueva complicación las llevaba rápida e inconscientemente al casino de la prostitución. Una tarde que estaba yo en el cable enviando un despacho a ParÃs, percibà a una adolescente no mayor de 19 años, que al salir, frente a mÃ, sufrió un desvanecimiento y cayó al pavimento. Antes de que
pudiese intervenir, un hombre bajo y moreno, levantó a la niña en sus brazos, y la condujo a su coche junto a la vereda.
-Otra vÃctima al matadero -murmuró una voz a mi lado, y al darme vuelta và a un americano alto y bien parecido.
-¿Qué quiere decir? -inquirÃ.
-Nada... ¿acaso no conoce Ud. a ese sujeto, el mayor traficante de blancas de Monte Carlo?
-¿Quiere Ud. decir...? -sin concluir, la frase me precipité al coche, y trepando al estribo logré, pese a los esfuerzos del hombre, cerrar la llave del motor, tomé a la chica, inconsciente aún, y la saqué del auto.
La gente comenzó a apiñarse, y el truhán, poco afecto a la publicidad, optó por arrancar el coche, y emprender precipitada fuga. Hice venir a un taxi, y llevé a la joven a mi casa, poniéndola al cuidado maternal de mi ama de llaves. Media hora después regresó ésta, y con un gesto sonriente me invitó a que la siguiese. La pobre chica, casi consumida por la inanición, devoraba ansiosamente una copiosa cena; me abstuve de verla ese dÃa, pero al siguiente mantuve con ella una larga conversación. Después de agradecer mi intervención, refirióme cómo la ruleta habÃa agotado sus recursos, llevándola al borde del suicidio. VivÃa en el Hotel Metropole, que habÃa clausurado su departamento por la falta de pago...
Para abreviar, les diré que presté de mis ahorros a la joven lo suficiente para regresar a Inglaterra -era hija de uno de los "baronets" más ricos, y de mayor fama deportiva del Imperio- y al otro dÃa me despedà de ella en el muelle frente al Canal.
Al despedirse -no habré de olvidarlo- se inclinó hacia mà y rozó mi rostro con sus labios. Segundos después ya estaba en la nave que la conducirÃa a su hogar. Un mes transcurrió asÃ, hasta que cierto dÃa recibà una carta certificada... ContenÃa un cheque por la suma prestada, y un alfiler de corbata con una bella perla, la cual he usado hasta hoy. Se agregaba un pequeño recorte de diario que decÃa: "Miss P., única hija de Sir J. contraerá próximamente enlace con el Honorable X., hijo mayor de Lord Z.". Más abajo aparecÃa el rostro sonriente y aniñado de la jovencita que lograra rescatar yo de las garras de los traficantes de blancas. La boda se celebró en la AbadÃa de Westminster, y entre los regalos figuró un cenicero de plata que tenÃa la forma de la rueda de una ruleta... el presente de un "croupier" humilde y anónimo.