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Modestamente, en materia de supersticiones soy un experto. Pero no como pueda serlo un catador de vinos que sea, al mismo tiempo -por asà decirlo, en la vida privada- un buen bebedor. No lo soy como pueda serlo (por seguir con la comparación) un viejo borrachuzo que haya encontrado el valor de decir adiós -y definitivamente- a la botella. O como un fumador empedernido que haya jurado no fumar ni un cigarrillo más y haya permanecido fiel a su juramento. Interviene un elemento de gran importancia en el hecho de distinguirme del ex borracho y del ex fumador.
Para liberarse de la pasión (o de la esclavitud) del alcohol y del humo es posible seguir varios tratamientos o confiarse a la, propia fuerza de voluntad. Por el contrario, yo me he curado de las supersticiones gracias a un tratamiento que podrÃa ser comparado con el de la autovacunación. O sea, que, para liberarme de las supersticiones, he tenido que recurrir a la superstición.
Ya sabÃa, por mis estudios, que las supersticiones pueden conducir a la locura. Y, con la lucidez que tienen a veces los candidatos a la locura, cornprendà -durante un perÃodo difÃcil y lejano de mi vida- que me encaminaba lentamente al manicomio. Siempre he sido un poco supersticioso, casi por obligación de ciudadanÃa (soy napolitano): el caballo blanco; el gato negro que atraviesa la calle; el hombre de mal agüero; el cenizo; el tipo "que no cae bien"; el difunto noble al que no conviene nombrar; aquel terrible faraón en cuyo nombre conviene incluso evitar pensar; el soberano, aún más terrible, respecto al cual habrÃa que esforzarse por olvidar hasta el nombre y la nacionalidad... Ã?stos son los personajes contra los cuales he aprendido a estar en guardia desde la adolescencia.
Naturalmente, conocÃa asimismo todos los conjuros y exorcismos: sabÃa bien alargar el pulgar y el Ãndice, no ignoraba esa potente arma de defensa que la Naturaleza ha concedido a los varones, estaba, además, dispuesto a tocar hierro en cualquier ocasión. Porque el lema del supersticioso es: "Nunca se sabe","Por si las moscas". O también: "Sé que no es verdad, pero yo creo en ello." Por otra parte, ¿acaso cuesta mucho tocar un cuernecito de marfil, o un trozo de hierro, u otros amuletos más cercanos? "En caso de duda, toca": he aquà otro lema del supersticioso.
Sin embargo, se trataba de supersticiones no vinculantes, de las cuales podÃa incluso sonreÃr, consolándome con el pensamiento de que también personas mucho más inteligentes que yo creÃan sinceramente en el mal de ojo, a partir de Benedetto Croce, al que durante tantos años tuve cada dÃa ante mis ojos por haber nacido en el tercer piso del palacio Filomarino, del siglo xvi, en cuyo segundo piso vivÃa don Benedetto. (En cierta ocasión, jugando a las marionetas con Elena y Aldo Croce, por poco le pego fuego a la biblioteca. Y don Benedetto, cuando se hubo apagado el fuego, intervino diciendo: "pero, ¿a quién habré visto hoy que me desea mal?".)
Luego, durante aquel perÃodo difÃcil de mi vida, empecé a crearme mis supersticiones privadas y personales. No daré la lista de todas, porque tengo miedo a hacer el ridÃculo. Me bastará decir que, para ir de un sitio a otro en una ciudad, tenÃa que seguir determinado itinerario, atravesando cada calle por lo menos tres veces. Y tenÃa que detenerme de cuando en cuando para tocarme los cordones de los zapatos. Antes de acostarme tenÃa que desarrollar un largo y complicado ceremonial, tocando nueve veces seguidas algunos objetos particulares de mi dormitorio. Y si pensaba que me habÃa equivocado (como me ocurrÃa a menudo), estaba presto a empezar de arriba abajo, aun advirtiendo las miradas irónicas o aterrorizadas de mi esposa.
Una vez, regresando en automóvil de España a finales de noviembre, pasé veinticuatro horas en un pueblo de montaña francés porque era viernes y no querÃa entrar en Italia en viernes. En pocas palabras, que iba derechito al manicomio. Y era más esclavo de las supersticiones de cuanto pueda serlo un bebedor de la botella o un fumador del cigarrillo. Con la diferencia de que la botella o el cigarrillo, si no otra cosa, dan largas y agradables satisfacciones, mientras que las supersticiones no conceden placer alguno, a menos que se quiera considerar como un placer la ilusión de poder influir sobre el destino. Mi superstición era una esclavitud envilecedora y odiosa. Naturalmente, esta manÃa me perseguÃa incluso cuando jugaba, y hacÃa de mÃ, en aquel tiempo, un pésimo jugador. Porque -hablo de los juegos de habilidad, como el póquer- quien se pasa el tiempo repartiendo las fichas en montoncitos iguales porque piensa que ello le traerá suerte, o mira las cartas (siempre por el mismo motivo) de una manera especial, o se distrae por tocar sus amuletos... el que se comporta de tal modo no logra concentrarse en el juego, no recuerda cuántas cartas han tomado los adversarios, no está atento a las expresiones de su rostro ni a la entonación de su voz. En pocas palabras, se confÃa sólo a la suerte y renuncia a la habilidad.
Mi curación no fue gradual. Se produjo de repente, una noche, mientras me preparaba a meterme en la cama. Estaba solo aquella noche, pues mi mujer se hallaba en el campo. En la mesilla de noche tenÃa una fotografÃa de mis tres hijas, y, mientras efectuaba una vez más los absurdos ritos que debÃa respetar cada noche, miré la fotografÃa y tuve la impresión de advertir en los ojos de mis hijas una mirada de desprecio.
"¿Es posible -me dije- que un hombre tenga que ser esclavo de estas manÃas?" Quise demostrarme a mà mismo que la superstición debÃa de ser una locura. Cogà unas tijeras y corté a trocitos la fotografÃa de mis hijas. Luego me dije a mà mismo: "Si la superstición tiene algún valor, has llevado a cabo el acto más cruel que -según la magia y la cábala- se pueda cometer en perjuicio de una persona. Has condenado a muerte a tus hijas. Luego la superstición no existe, no puede existir, no debe de existir. Y si desde este momento toleras cualquier acto supersticioso, reconocerás valor al gesto que acabas de hacer. En consecuencia, ya no puedes creer en ninguna superstición."
Desde aquel dÃa estoy curado. Paso bajo todas las escaleras que veo, sonrÃo a todos los gatos negros que atraviesan la calle, no tiemblo si alguien nombra en mi presencia al famoso soberano "que trae mala pata". Ya no creo en el mal de ojo, ya no hago más conjuros, no toco hierro, no toco nada. E incluso me he atrevido a visitar la tumba de aquel famoso faraón en Luxor. Más aún; si a veces temo recaer en la vieja esclavitud, me apresuro a hacer algún gesto o a entregarme a algún pensamiento.
Otros jugadores sustituyen la oración por una furtiva caricia y -si tienen valor para ello- un beso a los pies de la estatua de san Francisco que se levanta ante la iglesia. Tanto es asà que, si no temiese llevar a cabo un acto blasfemo -como, a mi parecer, hacen esos jugadores, porque no se puede pedir la protección divina para ganar en el juego-, me atreverla a proponer que san Francisco fuese nombrado patrono de los jugadores. Desde luego, para ganar los jugadores no deberÃan recurrir a los santos. Pero sà que pueden tener necesidad de los santos cuando pierden y son asaltados por pensamientos desesperados, creyendo poder encontrar un remedio en el suicidio. ¡Quién sabe!, tal vez san Francisco ha salvado ya la vida y el alma- a algunos jugadores que habÃan salido del casino con la intención de acabar para siempre.
La caricia a los pies de la estatua de san Francisco es sustituida -cuando se encuentran en Montecarlo- por una caricia a la rodilla de la estatua ecuestre dedicada al Rey Sol en el vestÃbulo del "Hotel de Paris".
Hay quien se niega a servirse del ascensor, porque trae mala pata; quien rechaza el número del guardarropa si éste acaba en 13 o en 17, y quien se hace acompañar a la casa de juego por una muchacha que acaba de cumplir la mayorÃa de edad (el que no tiene dieciocho años no puede entrar en el casino), creyendo que la muchacha está destinada a ganar -o a hacerlo ganar- porque pone por primera vez los pies en una casa de juego. Se trata de una antigua superstición, que podrÃamos incluso elevar al rito de las vestales. (Las vÃrgenes traen suerte. Por el contrario, traen mala suerte las mujeres que atraviesan sus dÃas difÃciles.)
Otros jugadores suben los escalones de dos en dos. Y, una vez dentro de las salas, salen y entran tres veces antes de empezar a jugar. Otros jugadores van a esconderse detrás de una cortina o de una columna, tras haber apostado, para no asistir al momento en el que la bola de la ruleta se decide a hacer su elección. Muchas personas no se atreven a seguir la carrera de la bola, como si temiesen ofenderla tratando de imponerle su voluntad. Se ha de dejar tranquila a la bola, piensa el jugador que habla con la ruleta y sabe que la diosa vendada elige por sà sola a sus benjamines, evitando cuidadosamente a las personas que van a colocarse en su camino para obligarla a detenerse.
Otros jugadores se tapan los oÃdos para no oÃr la voz del croupier que anuncia el número que ha salido. Y, para comprender si han ganado o perdido, miran de lejos las manos del croupier que rastrilla las fichas perdedoras. Todos estos jugadores creen que la máquina -la ruleta- tiene alma. Y, deseando fatalÃsticamente someterse a la voluntad del destino, no quieren influir con su presencia sobre la carrera de la bola de marfil. Es la expresión del masoquismo de algunos jugadores.
Otros jugadores extienden sobre la mesa amuletos de toda clase. O se ponen del revés la ropa interior. O van a menudo al lavabo. O juegan con los pies cruzados. O juegan sin mirar jamás la cara de los croupiers. O juran no abrir nunca la boca durante toda la partida y se hacen entender por señas. Algunos se niegan a apostar si la esposa --o el esposo- está sentada a la misma mesa. "Te quiero mucho, pero tienes el cenizo": éste es el lema de muchos esposos. Otros jugadores apuestan al número que les han dado en el guardarropa; el de su teléfono; el de su edad; el de la fecha del nacimiento de los hijos. A veces, los supersticiosos siguen las apuestas de un jugador afortunado. Otras veces tratan de "recoger la herencia." de un jugador desafortunado que deja su lugar tras haber siempre e inútilmente apostado al mismo número.
Vi a una señora joven encender una cerilla antes de cada tirada y mirar el cilindro a través de la llama, para luego apostar al primer número que aparecÃa cuando se apagaba la cerilla. Pero, evidentemente, es inútil toda cábala. Ya he dicho que la suma de los números de la ruleta da 666, el número que indica la Bestia en el Apocalipsis de san Juan. Añadiré que en Montecarlo dicen:
"La cifra opuesta al 666 es el 999. Ello significaa que todos los jugadores podrÃan ganar si se contentaran con ganar 999.000 francos. Pero no, todos quieren llegar al millón."
Las mismas supersticiones valen para el chemin, cuyos jugadores tienen sus manÃas particulares. La más famosa es aquella que condena a hacer caer la Banca tras una jugada que se ha cerrado con paridad de sietes. Si el banquero tiene nueve y el apostante cero, a la jugada siguiente, el banquero deberá perder. Y el apostante que tiene un as y una figura harÃa muy bien en no pedir cartas, ya que "as y figura, muerte segura". Tras una paridad de seises, el banquero ganará otra vez y perderá luego el siguiente juego. Y si gana con un nueve sobre un ocho, hará bien en pasar inmediatamente la Banca. Y deberá recordar, cuando se halla en passe, que las jugadas peligrosas son la cuarta, la séptima y la décima, o sea, que el momento bueno para detenerse durante una passe es aquel en el que ya ha ganado tres (o seis, o nueve) veces.
Embustes, embustes y embustes.
Acabaré narrando algunas cosas peregrinas (llamémoslas asÃ) observadas en la mesa del chemin: el jugador obstinado en llevar una flor en el ojal más alto de los pantalones; el que juraba que se cambiarÃa de camisa sólo después de una passe de, por lo menos, seis veces; el que llevaba dos corbatas; el que se negaba a tocar las cartas y rogaba al croupier que las diera y las descubriera por su cuenta...
Un psiquiatra, Edmund Bergler, sostiene que no hay un solo jugador que no tenga una superstición especial y un sistema propio. Tal vez esté orgulloso y se vanaglorie del mismo; o quizá se avergüence y afirme que no creen ni en los sistemas (posiblemente, incluso por miedo a que le roben la idea) ni en las supersticiones (quizá por temor a que, si habla de ellas, puedan perder su valor mágico). Pero todos serÃamos supersticiosos y sistemistas.
La superstición traiciona la necesidad de abandonarse a las fuerzas irracionales. Dado que el juego no obedece a la lógica, el jugador debe ser una persona ilógica, y -el paso es breve- supersticiosa. "Mas, por otra parte -añade Bergler en su Psychology of Gambling-, el hombre moderno, el Homo Sapiens, tiende a someter al control de su cerebro raciocinante todas las actividades de la vida. En consecuencia, también el juego de azar, que quiere controlar por medio de un sistema, al objeto de no tener que creer que se halla a merced de la suerte. Por lo menos, esto sostienen la mayorÃa de mis pacientes."
(Bergler es un médico que se ha especializado en curar las neurosis y los complejos de los jugadores que van a confesarse en el sofá del psicoanalista. Y -como diré más adelante- los psiquiatras creen que todos los jugadores sufren neurosis y son, quién más, quién menos, desplazados.)
"En realidad -añade Bergler-, las cosas no son tan simples. La superstición del jugador no deriva tanto de su temor al Destino cuanto de su convicción de ser capaz de ejercer una influencia propia sobre el Destino. Todo jugador cree poseer una 1Ãnea telefónica directa con la señora Fortuna, y está seguro de que tal señora lo ha elegido a él, precisamente a él, entre tantos millones de personas para hacer saltar Banca tras Banca."
Y la Fortuna es respetada, hay que rendir homenaje a sus tótemes, es preciso seguir las reglas impuestas por la misma, o sea, aquellas que el jugador, en su fantasÃa, cree que son las reglas que desea la diosa vendada.
Salir de la casa de juego con los bolsillos pesados gracias a las monedas de oro. Este es el sueño de todos nosotros, aun cuando en realidad hayamos de contentarnos con un talón o un fajo de billetes... Pero en cierta ocasión, en Beirut, asistÃ, en la villa de un jeque, a una partida de ruleta en la que se apostaban sólo libras esterlinas de oro. Y todas eran monedas con la cabeza de algún rey Jorge; no habÃa ni una sola con la cabeza de la reina Victoria o de la joven Isabel, porque en todo el Oriente Medio los árabes rechazan las libras esterlinas con la cabeza de una mujer. Dicen que traen mala suerte.
La antipatÃa de los árabes por las libras esterlinas con cabezas femeninas deriva del hecho de que de las peregrinaciones a La Meca están rigurosamente excluidas las mujeres, que no deben entrar en la ciudad sagrada ni siquiera en efigie. Un musulmán no puede llevar consigo a La Meca la fotografÃa de su esposa. Y no puede utilizar libras esterlinas femeninas para los óbolos que se han de dejar a los sacerdotes.
Pero no es el oro lo que acude a mi memoria cuando recuerdo aquella fabulosa partida, jugada con libras esterlinas. No; recuerdo a los jeques y a los emires que, en los intervalos, jugaban a la pulga con las monedas de oro. Y recuerdo las miradas fascinadas de las mujeres blancas bailarinas y mujeres por el estilo- que asistÃan a la partida, alineadas a lo largo de las paredes, a respetuosa distancia. Eran miradas casi sensuales, similares a la dulcÃsima mirada que, en el cuadro de Correggio, la desnuda Dánae dirige a Júpiter, que baja hasta ella en forma de lluvia de oro.