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abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra
desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, se desculpó de la insolencia
que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna;
pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le
había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba
de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado
caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía
noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se
podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las
armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que él había
estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba
allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que
pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no
pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto aquellas que él le
mandase, a quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde
asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela
que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde
don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su
manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó
la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma
espada, un gentil espaldazaro, siempre murmurando entre dientes, como que
rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada,
la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester
poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las
proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya.
Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
-Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en
lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante
a quién quedaba obligado por la merced recebida; porque pensaba darle
alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella
respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un
remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y
que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don
Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante