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aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y, sin querer
aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino,
haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas.
Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche,
diciéndole:
-La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le
viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el
suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y, porque no penéis por saber el
nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la
Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa
doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mí habéis
recebido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte
os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he
fecho.
Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche
acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el
coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso,
se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua
castellana y peor vizcaína, desta manera:
-Anda, caballero que mal andes; por el Dios que crióme, que, si no dejas
coche, así te matas como estás ahí vizcaíno.
Entendióle muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:
-Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y
atrevimiento, cautiva criatura.
A lo cual replicó el vizcaíno:
-¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza
arrojas y espada sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato llevas!
Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes que
mira si otra dices cosa.
-¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes! -respondió don Quijote.
Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y
arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno,
que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de
las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa
sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de
donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego se fueron el
uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente
quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal
trabadas razones que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había