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de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del
coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase
de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en
el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote
encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a dársela sin defensa,
le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel
desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:
-¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este
vuestro caballero, que, por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este
riguroso trance se halla!
El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y
el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de
aventurarlo todo a la de un golpe solo.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo
su coraje, y determinó de hacer lo mesmo que don Quijote; y así, le aguardó
bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra
parte; que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías, no podía
dar un paso.
Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno, con la
espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le
aguardaba ansimesmo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos
los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder
de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y
las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas
las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su
escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.
Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente
el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más
escrito destas hazañas de don Quijote de las que deja referidas. Bien es
verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa
historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido
tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos
o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y
así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible
historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se
contará en la segunda parte.