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buenamente imaginarse pueden. Y fue que él se imaginó haber llegado a un
famoso castillo -que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas
las ventas donde alojaba-, y que la hija del ventero lo era del señor del
castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado dél y
prometido que aquella noche, a furto de sus padres, vendría a yacer con él
una buena pieza; y, teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado,
por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso
trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no
cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la mesma reina
Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante.
Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora -que para
él fue menguada- de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y
descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán, con tácitos y
atentados pasos, entró en el aposento donde los tres alojaban en busca del
arriero. Pero, apenas llegó a la puerta, cuando don Quijote la sintió, y,
sentándose en la cama, a pesar de sus bizmas y con dolor de sus costillas,
tendió los brazos para recebir a su fermosa doncella. La asturiana, que,
toda recogida y callando, iba con las manos delante buscando a su querido,
topó con los brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de una
muñeca y, tirándola hacía sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo
sentar sobre la cama. Tentóle luego la camisa, y, aunque ella era de
harpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las
muñecas unas cuentas de vidro, pero a él le dieron vislumbres de preciosas
perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él
los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del
mesmo sol escurecía. Y el aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada
fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor
suave y aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma
traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino
a ver el mal ferido caballero, vencida de sus amores, con todos los adornos
que aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el
tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no
le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera
arriero; antes, le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de la