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tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los
candilazos.
-Así es -respondió don Quijote-, y no hay que hacer caso destas cosas de
encantamentos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas; que, como
son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién vengarnos, aunque más
lo procuremos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta
fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero
para hacer el salutífero bálsamo; que en verdad que creo que lo he bien
menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma
me ha dado.
Levántose Sancho con harto dolor de sus huesos, y fue ascuras donde estaba
el ventero; y, encontrándose con el cuadrillero, que estaba escuchando en
qué paraba su enemigo, le dijo:
-Señor, quien quiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un
poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los
mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella
cama, malferido por las manos del encantado moro que está en esta venta.
Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de seso; y, porque
ya comenzaba a amanecer, abrió la puerta de la venta, y, llamando al
ventero, le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de
cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a don Quijote, que estaba con las manos
en la cabeza, quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más
mal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era
sangre no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta.
En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto,
mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció que
estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo, y, como no la
hubo en la venta, se resolvió de ponello en una alcuza o aceitera de hoja
de lata, de quien el ventero le hizo grata donación. Y luego dijo sobre la
alcuza más de ochenta paternostres y otras tantas avemarías, salves y
credos, y a cada palabra acompañaba una cruz, a modo de bendición; a todo
lo cual se hallaron presentes Sancho, el ventero y cuadrillero; que ya el
arriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio de sus machos.
Hecho esto, quiso él mesmo hacer luego la esperiencia de la virtud de aquel
precioso bálsamo que él se imaginaba; y así, se bebió, de lo que no pudo
caber en la alcuza y quedaba en la olla donde se había cocido, casi media
azumbre; y apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar de manera que