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Viole
bajar y subir por el aire, con tanta gracia y presteza que, si la cólera le
dejara, tengo para mí que se riera. Probó a subir desde el caballo a las
bardas, pero estaba tan molido y quebrantado que aun apearse no pudo; y
así, desde encima del caballo, comenzó a decir tantos denuestos y baldones
a los que a Sancho manteaban, que no es posible acertar a escribillos; mas
no por esto cesaban ellos de su risa y de su obra, ni el volador Sancho
dejaba sus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos; mas todo
aprovechaba poco, ni aprovechó, hasta que de puro cansados le dejaron.
Trujéronle allí su asno, y, subiéndole encima, le arroparon con su gabán. Y
la compasiva de Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien
socorrelle con un jarro de agua, y así, se le trujo del pozo, por ser más
frío. Tomóle Sancho, y llevándole a la boca, se paró a las voces que su amo
le daba, diciendo:
-¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la bebas, que te matará! ¿Ves? Aquí
tengo el santísimo bálsamo -y enseñábale la alcuza del brebaje-, que con
dos gotas que dél bebas sanarás sin duda.
A estas voces volvió Sancho los ojos, como de través, y dijo con otras
mayores:
-¿Por dicha hásele olvidado a vuestra merced como yo no soy caballero, o
quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche?
Guárdese su licor con todos los diablos y déjeme a mí.
Y el acabar de decir esto y el comenzar a beber todo fue uno; mas, como al
primer trago vio que era agua, no quiso pasar adelante, y rogó a Maritornes
que se le trujese de vino, y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo
pagó de su mesmo dinero; porque, en efecto, se dice della que, aunque
estaba en aquel trato, tenía unas sombras y lejos de cristiana.
Así como bebió Sancho, dio de los carcaños a su asno, y, abriéndole la
puerta de la venta de par en par, se salió della, muy contento de no haber
pagado nada y de haber salido con su intención, aunque había sido a costa
de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el
ventero se quedó con sus alforjas en pago de lo que se le debía; mas Sancho
no las echó menos, según salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien la
puerta así como le vio fuera, mas no lo consintieron los manteadores, que
eran gente que, aunque don Quijote fuera verdaderamente de los caballeros
andantes de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.
Capítulo XVIII.