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desengañes y veas ser verdad lo que te digo: sube en tu asno y síguelos
bonitamente, y verás cómo, en alejándose de aquí algún poco, se vuelven en
su ser primero, y, dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos,
como yo te los pinté primero... Pero no vayas agora, que he menester tu
favor y ayuda; llégate a mí y mira cuántas muelas y dientes me faltan, que
me parece que no me ha quedado ninguno en la boca.
Llegóse Sancho tan cerca que casi le metía los ojos en la boca, y fue a
tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago de don Quijote; y, al
tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que una
escopeta, cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en las barbas del
compasivo escudero.
-¡Santa María! -dijo Sancho-, ¿y qué es esto que me ha sucedido? Sin duda,
este pecador está herido de muerte, pues vomita sangre por la boca.
Pero, reparando un poco más en ello, echó de ver en la color, sabor y olor,
que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza que él le había visto
beber; y fue tanto el asco que tomó que, revolviéndosele el estómago,
vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron entrambos como de
perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar de las alforjas con qué
limpiarse y con qué curar a su amo; y, como no las halló, estuvo a punto de
perder el juicio. Maldíjose de nuevo, y propuso en su corazón de dejar a su
amo y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido y las
esperanzas del gobierno de la prometida ínsula.
Levantóse en esto don Quijote, y, puesta la mano izquierda en la boca,
porque no se le acabasen de salir los dientes, asió con la otra las riendas
de Rocinante, que nunca se había movido de junto a su amo -tal era de leal
y bien acondicionado-, y fuese adonde su escudero estaba, de pechos sobre
su asno, con la mano en la mejilla, en guisa de hombre pensativo además. Y,
viéndole don Quijote de aquella manera, con muestras de tanta tristeza, le
dijo:
-Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro.
Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de
serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible
que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo
durado mucho el mal, el bien está ya cerca. Así que, no debes congojarte
por las desgracias que a mí me suceden, pues a ti no te cabe parte dellas.