Don Quijote de la Mancha (Miguel de Cervantes Saavedra) Libros Clásicos

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de hierros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua, que
pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.
Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre
unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un
temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuridad,
el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y
espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento
dormía, ni la mañana llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar
donde se hallaban. Pero don Quijote, acompañado de su intrépido corazón,
saltó sobre Rocinante, y, embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo:
-Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en esta
nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como
suele llamarse. Yo soy aquél para quien están guardados los peligros, las
grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de
resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la
Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes
y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos
caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo
tales grandezas, estrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más
claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas
desta noche, su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos
árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que
parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la luna, y
aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos; las cuales
cosas, todas juntas y cada una por sí, son bastantes a infundir miedo,
temor y espanto en el pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel que no
está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras. Pues todo esto
que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que
el corazón me reviente en el pecho, con el deseo que tiene de acometer esta
aventura, por más dificultosa que se muestra. Así que, aprieta un poco las
cinchas a Rocinante y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no
más, en los cuales, si no volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y
desde allí, por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a
la incomparable señora mía Dulcinea que su cautivo caballero murió por
acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo

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