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-¿Cuántas han pasado hasta agora? -dijo Sancho.
-¡Yo qué diablos sé! -respondió don Quijote-.
-He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues, por Dios, que se ha
acabado el cuento, que no hay pasar adelante.
-¿Cómo puede ser eso? -respondió don Quijote-. ¿Tan de esencia de la
historia es saber las cabras que han pasado, por estenso, que si se yerra
una del número no puedes seguir adelante con la historia?
-No señor, en ninguna manera -respondió Sancho-; porque, así como yo
pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado y me
respondió que no sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la
memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y
contento.
-¿De modo -dijo don Quijote- que ya la historia es acabada?
-Tan acabada es como mi madre -dijo Sancho.
-Dígote de verdad -respondió don Quijote- que tú has contado una de las más
nuevas consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo; y
que tal modo de contarla ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá visto en
toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no
me maravillo, pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben de tener
turbado el entendimiento.
-Todo puede ser -respondió Sancho-, mas yo sé que en lo de mi cuento no hay
más que decir: que allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del
pasaje de las cabras.
-Acabe norabuena donde quisiere -dijo don Quijote-, y veamos si se puede
mover Rocinante.
Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo:
tanto estaba de bien atado.
En esto, parece ser, o que el frío de la mañana, que ya venía, o que Sancho
hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural -que es lo
que más se debe creer-, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que
otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en
su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar
de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible; y así, lo que hizo, por
bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero,
con la cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza
con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en
quitándosela, dieron luego abajo y se le quedaron como grillos. Tras esto,
alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al aire entrambas posaderas, que no