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el pico de la lengua no querría que se mal lograse.
-Dila -dijo don Quijote-, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay
gustoso si es largo.
-Digo, pues, señor -respondió Sancho-, que, de algunos días a esta parte,
he considerado cuán poco se gana y granjea de andar buscando estas
aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de
caminos, donde, ya que se venzan y acaben las más eligrosas, no hay quien
las vea ni sepa; y así, se han de quedar en perpetuo silencio, y en
perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y
así, me parece que sería mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced,
que nos fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande que
tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su
persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto del
señor a quien sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada cual
según sus méritos, y allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de
vuestra merced, para perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues no
han de salir de los límites escuderiles; aunque sé decir que, si se usa en
la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que se han de
quedar las mías entre renglones.
-No dices mal, Sancho -respondió don Quijote-; mas, antes que se llegue a
ese término, es menester andar por el mundo, como en aprobación, buscando
las aventuras, para que, acabando algunas, se cobre nombre y fama tal que,
cuando se fuere a la corte de algún gran monarca, ya sea el caballero
conocido por sus obras; y que, apenas le hayan visto entrar los muchachos
por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan y rodeen, dando voces,
diciendo: ´´Éste es el Caballero del Sol´´, o de la Sierpe, o de otra
insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas. ´´Éste
es -dirán- el que venció en singular batalla al gigantazo Brocabruno de la
Gran Fuerza; el que desencantó al Gran Mameluco de Persia del largo
encantamento en que había estado casi novecientos años´´. Así que, de mano
en mano, irán pregonando tus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos
y de la demás gente, se parará a las fenestras de su real palacio el rey de
aquel reino, y así como vea al caballero, conociéndole por las armas o por
la empresa del escudo, forzosamente ha de decir: ´´¡Ea, sus! ¡Salgan mis
caballeros, cuantos en mi corte están, a recebir a la flor de la
caballería, que allí viene!´´ A cuyo mandamiento saldrán todos, y él