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vestidos, y el cura acomodó su barba, y siguieron su camino, guiándolos
Sancho Panza; el cual les fue contando lo que les aconteció con el loco que
hallaron en la sierra, encubriendo, empero, el hallazgo de la maleta y de
cuanto en ella venía; que, maguer que tonto, era un poco codicioso el
mancebo.
Otro día llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de
las ramas para acertar el lugar donde había dejado a su señor; y, en
reconociéndole, les dijo como aquélla era la entrada, y que bien se podían
vestir, si era que aquello hacía al caso para la libertad de su señor;
porque ellos le habían dicho antes que el ir de aquella suerte y vestirse
de aquel modo era toda la importancia para sacar a su amo de aquella mala
vida que había escogido, y que le encargaban mucho que no dijese a su amo
quien ellos eran, ni que los conocía; y que si le preguntase, como se lo
había de preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese que sí, y que, por
no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole que le mandaba,
so pena de la su desgracia, que luego al momento se viniese a ver con ella,
que era cosa que le importaba mucho; porque con esto y con lo que ellos
pensaban decirle tenían por cosa cierta reducirle a mejor vida, y hacer con
él que luego se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca; que en
lo de ser arzobispo no había de qué temer.
Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien en la memoria, y les agradeció
mucho la intención que tenían de aconsejar a su señor fuese emperador y no
arzobispo, porque él tenía para sí que, para hacer mercedes a sus
escuderos, más podían los emperadores que los arzobispos andantes. También
les dijo que sería bien que él fuese delante a buscarle y darle la
respuesta de su señora, que ya sería ella bastante a sacarle de aquel
lugar, sin que ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecióles bien lo que
Sancho Panza decía, y así, determinaron de aguardarle hasta que volviese
con las nuevas del hallazgo de su amo.
Entróse Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los dos en
una por donde corría un pequeño y manso arroyo, a quien hacían sombra
agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que por allí estaban. El
calor, y el día que allí llegaron, era de los del mes de agosto, que por
aquellas partes suele ser el ardor muy grande; la hora, las tres de la
tarde: todo lo cual hacía al sitio más agradable, y que convidase a que en