Don Quijote de la Mancha (Miguel de Cervantes Saavedra) Libros Clásicos

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hice?, que fueron tantas y tales, que ni se pueden decir ni aun es bien que
se digan. Basta que sepáis que el desposado entró en la sala sin otro
adorno que los mesmos vestidos ordinarios que solía. Traía por padrino a un
primo hermano de Luscinda, y en toda la sala no había persona de fuera,
sino los criados de casa. De allí a un poco, salió de una recámara
Luscinda, acompañada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bien
aderezada y compuesta como su calidad y hermosura merecían, y como quien
era la perfeción de la gala y bizarría cortesana. No me dio lugar mi
suspensión y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo que
traía vestido; sólo pude advertir a las colores, que eran encarnado y
blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de todo el
vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus
hermosos y rubios cabellos; tales que, en competencia de las preciosas
piedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya con
más resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria, enemiga mortal de mi
descanso! ¿De qué sirve representarme ahora la incomparable belleza de
aquella adorada enemiga mía? ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes
y representes lo que entonces hizo, para que, movido de tan manifiesto
agravio, procure, ya que no la venganza, a lo menos perder la vida?» No os
canséis, señores, de oír estas digresiones que hago; que no es mi pena de
aquellas que puedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cada
circunstancia suya me parece a mí que es digna de un largo discurso.
A esto le respondió el cura que no sólo no se cansaban en oírle, sino que
les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, que
merecían no pasarse en silencio, y la mesma atención que lo principal del
cuento.
-«Digo, pues -prosiguió Cardenio-, que, estando todos en la sala, entró el
cura de la perroquia, y, tomando a los dos por la mano para hacer lo que en
tal acto se requiere, al decir: ´´¿Queréis, señora Luscinda, al señor don
Fernando, que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la
Santa Madre Iglesia?´´, yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los
tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse a escuchar lo que
Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte o
la confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se atreviera a salir entonces,
diciendo a voces!: ´´¡Ah Luscinda, Luscinda, mira lo que haces, considera
lo que me debes, mira que eres mía y que no puedes ser de otro! Advierte

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