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Eran, por regla general, personas tímidas, timoratas. ¡Pedigüeños al fin y al cabo! Pero también había a veces entre ellos hombres presuntuosos, fanfarrones. Yo detestaba especialmente a cierto oficial. Él no quería someterse, e iba arrastrando su gran sable de una manera odiosa. Durante un año y medio luché contra él y su sable, y finalmente salí victorioso; dejó de fanfarronear. Esto ocurría en la época de mi juventud.
Pero ¿saben ustedes, caballeros, lo que excitaba sobre todo mi cólera, lo que la hacía particularmente vil y estúpida? Pues era que advertía, avergonzado, en el momento mismo en que mi bilis se derramaba con más violencia, que yo no era un hombre malo en el fondo, que no era ni siquiera un hombre amargado, sino que simplemente me gustaba asustar a los gorriones. Tengo espuma en la boca; pero tráiganme ustedes una muñeca, ofrézcanme una taza de té bien azucarado, y verán cómo me calmo; incluso tal vez me enternezca. Verdad es que después me morderé los puños de rabia y que durante algunos meses la vergüenza me quitará el sueño. Sí, así soy yo.
He mentido al decir que fui un funcionario perverso. He mentido por despecho. Yo trataba, simplemente, de distraerme con aquellos peticionarios y aquel oficial, y jamás conseguí llegar a ser realmente malo. Me daba perfecta cuenta de que existían en mí gran número de elementos diversos que se oponían a ello violentamente. Los sentía hormiguear dentro de mi ser, por decirlo así. Sabía que estaban siempre en mi interior y que aspiraban a exteriorizarse, pero yo no los dejaba salir; no, no les permitía evadirse. Me atormentaban hasta la vergüenza, hasta la convulsión. ¡Oh, qué cansado, qué harto estaba de ellos!
Pero ¿no les parece, señores, que estoy adoptando ante ustedes una actitud de arrepentimiento por un crimen que no sé cuál es? Estoy seguro de que ustedes imaginan... No obstante, les advierto que me es indiferente que se lo imaginen o no.
No he conseguido nada, ni siquiera ser un malvado; no he conseguido ser guapo, ni perverso; ni un canalla, ni un héroe..., ni siquiera un mísero insecto. Y ahora termino mi existencia en mi rincón, donde trato lamentablemente de consolarme (aunque sin éxito) diciéndome que un hombre inteligente no consigue nunca llegar a ser nada y que sólo el imbécil triunfa. Sí, señores, el hombre del siglo XIX tiene el deber de estar esencialmente despojado de carácter; está moralmente obligado a ello.