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Ustedes están seguros de que entonces el hombre cesará de errar deliberadamente y se verá, por decirlo así, en la imposibilidad de desear oponerse a sus intereses normales.
Pero hay más aún. Entonces (hablan ustedes) la ciencia hará saber al hombre (aunque, en mi opinión, esto es como un lujo superfluo) que no ha tenido nunca voluntad ni caprichos y que viene a ser, en suma, como una tecla de piano o un pedal de órgano. De modo que obra, no de acuerdo con su voluntad, sino al dictado de las leyes de la naturaleza. Bastará, pues, descubrir estas leyes para que no se pueda considerar al hombre responsable de sus actos, y entonces la vida será para él sumamente fácil. Mediante estas leyes, todas las acciones humanas se podrán calcular tan matemáticamente como los logaritmos, hasta la cien milésima, y se inscribirán en las efemérides, o se harán con ellas libros importantes, del tipo de nuestros diccionarios enciclopédicos, en los que todo estará tan exactamente calculado y previsto, que ya no habrá aventuras... y ni siquiera acciones.
Entonces (siguen hablando ustedes) se establecerán nuevas relaciones económicas, que se fijarán, igualmente, con precisión matemática, tanto, que los problemas desaparecerán inmediatamente, por la sencilla razón de que se habrán descubierto sus soluciones. Entonces se edificará un vasto palacio de cristal. Entonces veremos el Pájaro de Fuego. Entonces... No se puede garantizar (soy yo quien habla ahora) que eso no sea horriblemente aburrido (¿qué puede uno hacer, si todo está calculado y fijado previamente?). En compensación, todos serán sabios. Evidentemente, el aburrimiento puede ser un mal consejero: es el aburrimiento lo que nos mueve a clavar agujas de oro en la carne ajena... Pero esto no tiene importancia. Lo importante, lo grave es (sigo hablando yo) que el hombre pueda sentirse feliz de tener al alcance de la mano agujas de oro. El hombre es necio, necio de remate. Y todavía es más ingrato que necio: es difícil encontrar un ser más ingrato que él. Por eso no me sorprendería lo más mínimo ver erguirse de pronto en medio de esa felicidad un gentleman desprovisto de elegancia, de rostro «retrógrado» y burlón, y que nos dijera, poniéndose en jarras: «¡Bueno, señores! ¿Cuándo vamos a echar abajo, al polvo, de un solo puntapié, toda esta clarividente felicidad, aunque sólo sea para enviar los logaritmos al diablo y poder vivir de nuevo con arreglo a nuestra estúpida fantasía?» Y aún hay algo peor, y es que muy pronto ese personaje tendría, sin duda, discípulos.