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Y no se trata en modo alguno de un hecho exclusivo de nuestra época, dependiente de una serie de circunstancias especiales. En todos los tiempos, el hombre honrado fue un cobarde y un esclavo. Si tiene ocasión de dárselas de valiente, no debe jactarse de ello, porque inmediatamente después empezará a lloriquear. Tal es su ley eterna. No hay nada que pueda compararse con los asnos y los mulos en esto de ser bravos..., pero hasta cierto límite. Ni siquiera vale la pena prestarles atención: no tienen la menor importancia.
Había otra circunstancia que me atormentaba sin cesar. No me parecía a nadie y nadie se parecía a mí. «¡Soy único, mientras ellos, son todos!», me decía. Y al punto empezaba a reflexionar.
Como ustedes deducirán de estas declaraciones, yo no era todavía más que un chiquillo.
Pero a veces, de pronto, se operaba en mí un cambio. ¡Qué penoso me era dirigirle a la oficina! Esta aversión llegaba al extremo de que tenía que volver a casa completamente enfermo. Pero he aquí que entro en un período de escepticismo y de indiferencia (todo llega a mí por períodos). Entonces me burlo de mi propio rigorismo y de mi desdén, y me acuso de ser un romántico. Ayer mismo, no les dirigía la palabra; pero hoy les hablo y trato de entablar amistad con ellos. Toda mi repugnancia se ha desvanecido corno por ensalmo. ¿Quién sabe? Quizá ni siquiera la había experimentado nunca y no era más que una postura afectada. No he podido resolver aún esta cuestión. Una vez incluso me relacioné íntimamente con ellos. Iba a verlos; jugábamos a las cartas, bebíamos, charlábamos por los codos... Pero permítanme que abra aquí un breve paréntesis.
Entre nosotros, los rusos, no abundan esos estúpidos románticos de tipo alemán, y más aún francés, perdidos en sus sueños estrellados y a los que nada produce efecto. Ni siquiera se conmoverían si la tierra temblase bajo sus pies o Francia sucumbiera en las barricadas. No cambian jamás, ni siquiera por conveniencia: siguen cantando sus himnos sublimes hasta el último día. Son unos necios. Entre nosotros, en nuestra tierra rusa, no hay necios: esto es cosa sabida. Es precisamente lo que distingue a nuestro país de las tierras extranjeras. Entre nosotros no se ven esas naturalezas ideales en estado bruto, por decirlo así. Al imaginarse estúpidamente que los Constanioglos y los tíos Piotr Ivanovitch eran nuestro ideal, los críticos y los publicistas han juzgado que nuestros románticos son tan soñadores y tan sublimes como los de Alemania y Francia.