Memorias del subsuelo (Fedor Dostoiewski) Libros Clásicos

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Y al día siguiente volví a lanzarme, más atemorizado aún, más tristemente, en mi irrisorio libertinaje. Tenía lágrimas en los ojos, pero continuaba. No crean ustedes, sin embargo, que retrocedí ante el oficial por temor. Jamás sentí miedo, aunque siempre lo tuviese a la acción. ¡No se rían aún! Hay una explicación para esto. Yo tengo explicaciones para todo.
¡Oh, si ese oficial hubiese sido de los que admiten batirse en duelo! ¡Pero no! Era precisamente uno de esos señores (¡ay!, este tipo ha desaparecido hace mucho tiempo) que prefieren servirse de los tacos de billar o bien quejarse a sus jefes, a la manera del teniente Pirogov que nos presenta Gogol. Estos oficiales no se batían, y sobre todo cuando tenían una disputa con nosotros, miserables paisanos, consideraban el duelo una inconveniencia, una moda francesa, algo propio de espíritus liberales. Pero esto no les impedía, especialmente cuando eran altos y fornidos, insultar pródigamente al prójimo.
No fue el temor lo que me hizo marcharme, sino la vanidad. No me dieron miedo ni la considerable estatura del oficial, ni los golpes que hubiera podido propinarme, ni la perspectiva de que me arrojasen por la ventana. No fue el valor físico lo que me faltó, sino el valor moral: resultó insuficiente. Temí que todos los presentes, empezando por el insolente encargado de la mesa y terminando por un empleadillo de cara llena de granos y de cuello grasiento, que se afanaba en tomo a los jugadores; temí que todos se rieran de mí cuando levantase la voz en son de protesta y les hablase en un lenguaje literario. Porque entre nosotros no se puede hablar del puntillo de honor, no del honor, sino precisamente del point d´honneur, sin utilizar un lenguaje literario. No, el puntillo de honor no admite el lenguaje corriente. Yo estaba completamente seguro (como ustedes ven, el romanticismo anula en mí el sentido de la realidad) de que reventarían de risa, de que el oficial no se contentaría con pegarme, sino que me haría dar la vuelta a la mesa de billar, propinándome puntapiés en los riñones. Y sólo después de esto, tal vez compadeciéndose de mí, me arrojaría por la ventana. Siendo yo el protagonista, aquella miserable aventura no podía acabar de otro modo.
Después de esto se sucedieron mis encuentros con el oficial en la calle. Lo observé atentamente. ¿Me reconocía también él a mí? No lo sé.

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