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Creo que no; lo creo por ciertos indicios. En cuanto a mí, lo examinaba con odio y rabia. Y esto duró... varios años. ¡Sí, señores! Con el tiempo, mi odio se hizo implacable, más profundo. Empecé a procurarme discretamente algunos informes sobre su persona. Esto me resultaba muy difícil, porque yo no conocía a nadie. Pero una vez, en la calle, cuando lo seguía desde hacía rato pegado a sus talones, alguien lo llamó por su nombre, y así me enteré de cómo se llamaba. Otra vez lo seguí hasta su casa y, mediante una propina, supe por el portero en qué piso y con quién vivía, y, en fin, todo lo que se puede saber por un portero.
Una buena mañana, aunque yo no tenía ninguna práctica literaria, me vino a las mientes la idea de describir al oficial en tono satírico, caricaturizarlo y presentarlo como héroe de una novelita. Me enfrasqué alegremente en este trabajo. Pinté a mi héroe con los colores más sombríos. Incluso lo calumnié. Modifiqué tan poco el nombre al principio, que sus amigos lo habrían reconocido inmediatamente. Luego, tras maduras reflexiones, lo cambié. Envié mi novela a los Anales de la Patria, pero en aquel tiempo no existía aún la moda del género satírico, y mi relato no se publicó, lo que me irritó sobremanera.
A veces, la ira me ahogaba; tanto, que al fin resolví retar a mi enemigo a un duelo. Le escribí una hermosa carta, en la que le suplicaba que me presentase sus excusas y le daba a entender claramente que, en caso de negarse, tendría que aceptar el duelo. La carta estaba tan bien escrita, que si el oficial hubiese tenido alguna sensibilidad para «lo bello y lo sublime», habría venido a todo correr en mi busca para echarme los brazos al cuello y ofrecerme su amistad. ¡Qué conmovedor habría sido todo esto! Habríamos vivido tan felices desde entonces!... Su magnífica presencia habría bastado para defenderme de mis enemigos, y yo, con mi inteligencia, con mis ideas, habría ejercido sobre él una influencia ennoblecedora. ¡Cuántas cosas habrían podido hacer! Figúrense ustedes que esto ocurría dos años después del incidente. Por lo tanto, mi desafío era ridículamente anacrónico, a pesar de la habilidad que yo había desplegado para explicar y disimular este anacronismo. Pero, gracias a Dios (todavía hoy doy gracias al cielo con lágrimas de gratitud en los ojos), no envié la carta.