Memorias del subsuelo (Fedor Dostoiewski) Libros Clásicos

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.. Después de todo esto, no sé por qué diablos seguí yendo a casa de Simonov.
Al día siguiente me desperté temprano; me levanté tan agitado como si la comida se hubiera de celebrar inmediatamente. Y es que estaba persuadido de que aquel día tenía que producirse un cambio radical en mi existencia. Probablemente, todo se debía a que se trataba de un hecho desacostumbrado. Y también hay que tener en cuenta que siempre que me enfrentaba con un acontecimiento, por insignificante que fuera, me hacía la ilusión de que iba a cambiar radicalmente mi existencia. Fui a la oficina como de costumbre, pero salí dos horas antes, con objeto de hacer los preparativos del caso. «Sobre todo -pensaba-, no debo ser el primero en llegar, no vayan a creer que estaba impaciente.» Tenía otras muchas preocupaciones además de ésta. Estaba agitadísimo, y esta agitación me debilitaba.
Limpié de nuevo mis botas. Apolonio no habría querido por nada del mundo limpiármelas dos veces el mismo día: habría considerado que esto era introducir el desorden en su servicio. Tuve que apoderarme subrepticiamente de los cepillos que estaban en la antecámara, a fin de evitar que Apolonio supiera que yo mismo me lustraba las botas, pues ello le habría movido a despreciarme. A continuación, examiné con todo cuidado mi traje, y me vi obligado a reconocer que estaba viejo. En verdad, me había entregado a una negligencia exagerada. Mi uniforme estaba bastante bien, decoroso, pero no podía ir a comer vestido de uniforme. Lo peor era que los pantalones tenían en una de las rodilleras una gran mancha amarilla. Preveía que esta mancha reduciría en nueve décimas partes mi dignidad. Pero sabía también que era bajo y vulgar pensar así. «Por otra parte ya no se trata de pensar: estamos en plena realidad.» Esto era algo que me decía, pero iba perdiendo el calor por momentos. Sabía muy bien que exageraba monstruosamente las cosas; pero ¿cómo remediarlo? Ya no era dueño de mi pensamiento: la fiebre me poseía.
Me imaginaba con desesperación el tono altivo y glacial con que me acogería el canalla de Zverkov; el estúpido desprecio con que me miraría Trudoliubov, y la risa descarada de Ferfitchkin, aquel insecto que querría adular a Zverkov. En cuanto a Simonov, lo comprendería todo y me despreciaría por la bajeza de mi vanidad y de mi cobardía. Además, y especialmente, ¡qué miserable, qué poco littéraire, qué trivial sería aquella reunión! Lo mejor habría sido, evidentemente, quedarse en casa.

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