Memorias del subsuelo (Fedor Dostoiewski) Libros Clásicos

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Tuve la paciencia de estar yendo y viniendo entre la mesa y la chimenea desde las ocho hasta las once. «Paseo porque se me antoja, y nadie puede prohibírmelo.»El camarero que nos servía se detuvo varias veces para mirarme con curiosidad. La cabeza me daba vueltas, y creo que, en ocasiones, incluso deliré. Tres veces me cubrí por completo de sudor en el curso de aquellas tres horas, y tres veces volví a quedar enteramente seco.
En ciertos instantes me sentía traspasado cruelmente por el amargo pensamiento de que me acordaría siempre, con un sentimiento de disgusto y humillación, transcurridos diez años, transcurridos cuarenta, de aquellos minutos que fueron los más innobles, los más ridículos, los más horribles de mi vida. Verdaderamente, era imposible una autohumillación más pérfida y más deliberada. Me daba perfecta cuenta de ello, pero proseguía mis paseos entre la mesa y la chimenea. «¡Si supierais, por lo menos, de qué sentimientos, de qué pensamientos soy capaz! ¡Si supierais lo inteligente que soy!», pensaba yo a veces, dirigiéndome mentalmente a mis enemigos instalados en el diván. Pero éstos se conducían exactamente como si yo no existiese. Sólo una vez se volvieron hacia mí. Fue cuando Zverkov empezó a hablar de Shakespeare, y yo lancé una carcajada despectiva. Mi risa fue tan falsa, tan ruin, que ellos interrumpieron repentinamente su conversación y estuvieron siguiendo durante un par de minutos, con tanta seriedad como curiosidad, mis paseos a lo largo de la pared sin prestarles la menor atención. Pero no conseguí nada; no me dirigieron la palabra, y, dos minutos después, me habían olvidado de nuevo. Dieron las once.
-¡Señores! -exclamó Zverkov levantándose- ¡Ahora vamos todos la has!
-¡Eso, eso! -aprobaron los demás. Me volví repentinamente hacia Zverkov. Me sentía abrumado, aplastado hasta el punto de estar dispuesto a todo, incluso a matarme, para poner fin a aquella situación. Tenía fiebre, el pelo, empapado en sudor, se me pegaba a la frente, a las sienes.
-Zverkov, le ruego que me perdone -dije resueltamente-. También a usted, Ferfitchkin, y a todos, pues a todos los he ofendido.
-¡Vaya! Por lo visto, tiene miedo a batirse -dijo Ferfitchkin con su pérfida vocecita.
Sentí un mazazo en el corazón. -No, no temo al duelo. Estoy dispuesto a batirme con usted mañana, incluso si nos reconciliamos. Es más, deseo que se lleve a cabo el desafío. No me niegue usted ese favor.

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