Memorias del subsuelo (Fedor Dostoiewski) Libros Clásicos

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Quiero probarle que el duelo no me da miedo. Usted tirará primero. Después, yo dispararé al aire.
-Por lo visto, esto le divierte --comentó Simonov.
-¡Cuánta tontería! -exclamó Trudoliubov.
-¡Bueno, apártese de una vez! No nos deja pasar... En definitiva, ¿qué quiere usted? -preguntó Zverkov, despectivo.
Todos tenían el rostro congestionado y los ojos brillantes: habían bebido demasiado.
-Quiero su amistad, Zverkov. Lo he ofendido y... -¿Qué usted me ha ofendido? ¿Usted? ¿A mí? Sepa usted, caballero, que usted no puede ofenderme nunca, en ningún caso...
-¡Basta! ¡Lárguense! --concluyó Trudoliubov-. ¡Vámonos ya, señores!
-¡Olimpia para mí! ¿De acuerdo? -exclamó Zverkov. -¡Sí, sí, de acuerdo! -le respondieron entre risas. Permanecí inmóvil, aplastado. El grupo hizo una salida
ruidosa. Trudoliubov cantaba una estúpida tonadilla. Simonov se rezagó momentáneamente para dar las propinas a los camareros. De pronto me acerqué a él.
-¡Simonov, présteme seis rublos! -le dije, con la resolución del desesperado.
Me miró, estupefacto y con ojos turbios: también él estaba ebrio.
-¿Cómo? ¿Acaso pretende venir là bas con nosotros?
-¡Sí!
-No tengo dinero -repuso Simonov tajante y con una sonrisa de desprecio. Luego se dirigió a la puerta.
Me aferré al faldón de su capa. Aquello era una verdadera pesadilla.
-¡Simonov! He visto que tenía usted dinero. ¿Por qué me lo niega? ¿Acaso soy un miserable? ¡No me lo niegue! ¡Si usted supiera, si usted pudiese saber por qué se lo pido! ¡Todo mi porvenir, todos mis planes dependen de esos seis rublos!
Simonov sacó el dinero del bolsillo y casi me lo arrojó a la cara.
-¡Tómelos, ya que tiene tan poca dignidad! -me dijo despiadadamente. y corrió a reunirse con el grupo.
Me quedé solo, y así estuve un momento. ¡Qué gran desorden me rodeaba! Restos de comida, vasos rotos, vino derramado, colillas. La angustia me oprimió el corazón, el humo de la embriaguez invadió mi cabeza... y allá lejos estaba aquel criado que lo veía todo, lo oía todo y me miraba fijamente, con curiosidad.
-¡Adelante! -exclamé-. O imploran todos de rodillas y besándome los pies que les conceda mi amistad, o... ¡o le daré una bofetada a Zverkov!

V

-Al fin llegó. Ya está aquí el conflicto con la realidad -farfullaba yo para mí mientras bajaba la escalera de cuatro en cuatro escalones-. Esta vez no se trata ya del viaje del Papa al Brasil ni de un baile a orillas del lago Como.

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