Memorias del subsuelo (Fedor Dostoiewski) Libros Clásicos

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Jamás te perdonaré que me hayas visto (y con este batín) lanzarme como un coyote contra Apolonio. ¡El salvador, el héroe, se precipita como un perro sarnoso sobre su criado, que se burla de él! Tampoco te perdonaré las lágrimas que no he podido reprimir, como una viejecita impresionable. Y lo mismo te digo de estas confesiones. Sí, tú sola, tú sola deberás responder de todo esto, porque te has puesto bajo mi mano, y soy un miserable, el más vil, el más ridículo, el más mezquino, el más estúpido, el más envidioso de los gusanos que se arrastran sobre la tierra. Estos gusanos no valen más que yo, pero, el diablo sabe por qué, no pierden nunca su temple, y yo, en cambio, estaré recibiendo toda mi vida papirotazos del más insignificante de los insectos. Pero ¿qué importa que no comprendas lo que estoy diciendo? Y ¿qué tengo que ver contigo y qué me importa que perezcas o no? ¿Comprendes ahora, después de todo lo que te he dicho, hasta qué punto te odiaré? Sólo una vez en su vida puede hablar con tanta franqueza un hombre de nervios enfermos... Por lo tanto, ¿qué pretendes todavía de mí? Después de lo que te he dicho, ¿por qué sigues ahí, ante mí, sin moverte? ¿Por qué no te vas?
Pero entonces ocurrió algo extraordinario. Ya estaba tan habituado a pensar y a soñar de acuerdo con los libros, y a ver las cosas tal como las había creado previamente en mis sueños, que en el primer instante ni siquiera me di cuenta de lo que ocurría. He aquí lo que sucedió: Lisa, a la que había ofendido y pisoteado, captó mucho más de lo que yo esperaba. De todo lo que le había dicho, comprendió lo que comprende la mujer cuando ama sinceramente: que yo era desgraciado.
El temor, la dignidad ultrajada que se leía en su semblante cedieron pronto su puesto a un amargo estupor. Y cuando empecé a insultarme a mí mismo, a llamarme «canalla» y «miserable»; cuando me eché a llorar (todo el discurso tuvo un acompañamiento de lágrimas), su cara se alteró de pronto. Varias veces estuvo a punto de levantarse, de detenerme, y cuando hube terminado, advertí que había prestado atención no a mis palabras insultantes («¿por qué estás aquí?, ¿por qué no te vas?»), sino al esfuerzo terrible que había hecho para pronunciarlas.

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