Misas herejes (Evaristo Carriego) Libros Clásicos

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Las buenas, las cordiales, generosas madrecitas de olvidos en los duelos, las buenas, las cordiales, que ya nunca las volvimos a ver, ni en el recuerdo.
Las manos enigmáticas, las manos con vagos exotismos de misterio, que ocultan, como en libros invisibles, las fórmulas vedadas del Secreto.
Las manos que coronan los designios, las manos vencedoras del Silencio, en las que sueña, a veces, derrotado, un tardío laurel de luz el genio.

Las pálidas, con sangre de azucenas, violadas por los duendes de los besos, que vi una vez, nerviosas, deslizarse sobre la gama azul de un florilegio.
Las manos graves de las novias muertas, rígidas desposadas de los féretros, leves hostias de ritos amatorios que ya nunca jamás comulgaremos;
Esas manos inmóviles y extrañas, que se petrificaron en el pecho como una interrogante dolorosa de la inmensa ansiedad del postrer gesto.
Las crüeles que saben el encanto del fugaz abandono de un momento. Las exangües, las castas como vírgenes, severas domadoras del Deseo.
Las santas, inefables, las ungidas con mirras de perdón y de consuelo: amadas melancólicas y breves de los poetas y de los enfermos.
Las románticas manos de las tísicas, que, en la voz moribunda de un arpegio, como conjuro agónico angustiado, llamaron a Chopin, desfalleciendo...
Las manos que derraman por la noche los filtros germinales en el lecho: las que escriben las cláusulas fecundas sobre las carnes que violó el invierno.

Las manos sin amor de las amadas, más frías y más blancas que el pañuelo que se esfuma en las largas despedidas como paloma del adiós supremo.
¡Las Únicas, las fieles, las anónimas, las manos que en los ojos de algún muerto pusieron, al cerrarlos, la postrera temblorosa caricia de sus dedos!

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