Misas herejes (Evaristo Carriego) Libros Clásicos

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Sólo, a ratos, el padre se le acerca cuando llega borracho, por la tarde...
Pero es para decirla lo de siempre, el invariable insulto, el mismo ultraje: ¡le reprocha el dinero que le cuesta y la llama haragana, el miserable!
Ha tosido de nuevo. El hermanito que a veces en la pieza se distrae jugando, sin hablarla, se ha quedado de pronto serio, como si pensase...
Después se ha levantado, y bruscamente se ha ido, murmurando al alejarse, con algo de pesar y mucho de asco: -que la puerca, otra vez escupe sangre...


La queja
Como otras veces cuando la angustia
le finge graves cosas hurañas,
la infeliz dijo, después que el rojo
vómito tibio mojó la almohada,
las mismas quejas de febriciente,
las mismas quejas entrecortadas
por el delirio, las que ella arroja
como un detritus de la garganta.
Bajo el recuerdo remoto y vivo,
jornadas rudas de su desgracia,
rápidos cruzan por la memoria
sus desconsuelos de amargurada:
desde el sombrío taller primero
que vio su carne cuando era sana,
hasta la hora de la caída
de la que nunca se levantara.
Porque era linda joven y alegre
ascendió toda la suave escala:
supo del fino vaso elegante
que vuelca flores en la cloaca.
Porque a su abismo lo creyó cumbre,
leves marcos de la esperanza
quizá embriagaron sus realidades
puesto que huyeron sin inquietarla;
y la salvaron de los hastíos
que levemente la desolaran,
como poemas sentimentales,
largos idilios de cortesana.
Después.

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