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BERGANZA.-Dios te dé lo que deseas, y escucha.
«Finalmente, mi buena intención rompió por las malas dádivas de la negra; a la cual, bajando una noche muy escura a su acostumbrado pasatiempo, arremetí sin ladrar, porque no se alborotasen los de casa, y en un instante le hice pedazos toda la camisa y le arranqué un pedazo de muslo: burla que fue bastante a tenerla de veras más de ocho días en la cama, fingiendo para con sus amos no sé qué enfermedad. Sanó, volvió otra noche, y yo volví a la pelea con mi perra, y, sin morderla, la arañé todo el cuerpo como si la hubiera cardado como manta. Nuestras batallas eran a la sorda, de las cuales salía siempre vencedor, y la negra, malparada y peor contenta. Pero sus enojos se parecían bien en mi pelo y en mi salud: alzóseme con la ración y los huesos, y los míos poco a poco iban señalando los nudos del espinazo. Con todo esto, aunque me quitaron el comer, no me pudieron quitar el ladrar. Pero la negra, por acabarme de una vez, me trujo una esponja frita con manteca; conocí la maldad; vi que era peor que comer zarazas, porque a quien la come se le hincha el estómago y no sale dél sin llevarse tras sí la vida. Y, pareciéndome ser imposible guardarme de las asechanzas de tan indignados enemigos, acordé de poner tierra en medio, quitándomeles delante de los ojos.
»Halléme un día suelto, y sin decir adiós a ninguno de casa, me puse en la calle, y a menos de cien pasos me deparó la suerte al alguacil que dije al principio de mi historia, que era grande amigo de mi amo Nicolás el Romo; el cual, apenas me hubo visto, cuando me conoció y me llamó por mi nombre; también le conocí yo y, al llamarme, me llegé a él con mis acostumbradas ceremonias y caricias.