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Porque la nobleza, gracias al cielo y a mis pasados y a mis padres, que me la dejaron por herencia; discreción, como una mujer no sea necia, tonta o boba, bástale que ni por aguda despunte ni por boba no aproveche; de las riquezas, también las de mis padres me hacen no estar temeroso de venir a ser pobre. La hermosura busco, la belleza quiero, no con otra dote que con la de la honestidad y buenas costumbres; que si esto trae mi esposa, yo serviré a Dios con gusto y daré buena vejez a mis padres.
Contentísima quedó su madre de las razones de Rodolfo, por haber conocido por ellas que iba saliendo bien con su designio. Respondióle que ella procuraría casarle conforme su deseo, que no tuviese pena alguna, que era fácil deshacerse los conciertos que de casarle con aquella señora estaban hechos. Agradecióselo Rodolfo, y, por ser llegada la hora de cenar, se fueron a la mesa. Y, habiéndose ya sentado a ella el padre y la madre, Rodolfo y sus dos camaradas, dijo doña Estefanía al descuido:
-¡Pecadora de mí, y qué bien que trato a mi huéspeda! Andad vos -dijo a un criado-, decid a la señora doña Leocadia que, sin entrar en cuentas con su mucha honestidad, nos venga a honrar esta mesa, que los que a ella están todos son mis hijos y sus servidores.
Todo esto era traza suya, y de todo lo que había de hacer estaba avisada y advertida Leocadia. Poco tardó en salir Leocadia y dar de sí la improvisa y más hermosa muestra que pudo dar jamás compuesta y natural hermosura.
Venía vestida, por ser invierno, de una saya entera de terciopelo negro, llovida de botones de oro y perlas, cintura y collar de diamantes.