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-Subid, niñas, que aquí os darán limosna.
A esta voz acudieron al balcón otros tres caballeros, y entre ellos vino el enamorado Andrés, que, cuando vio a Preciosa, perdió la color y estuvo a punto de perder los sentidos: tanto fue el sobresalto que recibió con su vista. Subieron las gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo para informarse de los criados de las verdades de Andrés.
Al entrar las gitanillas en la sala, estaba diciendo el caballero anciano a los demás:
-Ésta debe de ser, sin duda, la gitanilla hermosa que dicen que anda por Madrid.
-Ella es -replicó Andrés-, y sin duda es la más hermosa criatura que se ha visto.
-Así lo dicen -dijo Preciosa, que lo oyó todo en entrando-, pero en verdad que se deben de engañar en la mitad del justo precio. Bonita, bien creo que lo soy; pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.
-¡Por vida de don Juanico, mi hijo, -dijo el anciano-, que aún sois más hermosa de lo que dicen, linda gitana!
-Y ¿quién es don Juanico, su hijo? -preguntó Preciosa.
-Ese galán que está a vuestro lado -respondió el caballero.
-En verdad que pensé -dijo Preciosa- que juraba vuestra merced por algún niño de dos años: ¡mirad qué don Juanico, y qué brinco! A mi verdad, que pudiera ya estar casado, y que, según tiene unas rayas en la frente, no pasarán tres años sin que lo esté, y muy a su gusto, si es que desde aquí allá no se le pierde o se le trueca.
-¡Basta! -dijo uno de los presentes-; ¿qué sabe la gitanilla de rayas?