Las Dos Doncellas (Miguel de Cervantes Saavedra) Libros Clásicos

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No piense aquella enemiga de mi descanso gozar tan a poca costa lo que es mío; yo la buscaré, yo la hallaré, y yo la quitaré la vida si puedo.»
-Pues ¿qué culpa tiene Teodosia -dijo Teodoro-, si ella quizá también fue engañada de Marco Antonio, como vos, señora Leocadia, lo habéis sido?
-¿Puede ser eso así -dijo Leocadia-, si se la llevó consigo? Y, estando juntos los que bien se quieren, ¿qué engaño puede haber? Ninguno, por cierto: ellos están contentos, pues están juntos, ora estén, como suele decirse, en los remotos y abrasados desiertos de Libia o en los solos y apartados de la helada Scitia. Ella le goza, sin duda, sea donde fuere, y ella sola ha de pagar lo que he sentido hasta que le halle.
-Podía ser que os engañásedes -replico Teodosia-; que yo conozco muy bien a esa enemiga vuestra que decís y sé de su condición y recogimiento: que nunca ella se aventuraría a dejar la casa de sus padres, ni acudir a la voluntad de Marco Antonio; y, cuando lo hubiese hecho, no conociéndoos ni sabiendo cosa alguna de lo que con él teníades, no os agravió en nada, y donde no hay agravio no viene bien la venganza.
-Del recogimiento -dijo Leocadia- no hay que tratarme; que tan recogida y tan honesta era yo como cuantas doncellas hallarse pudieran, y con todo eso hice lo que habéis oído. De que él la llevase no hay duda, y de que ella no me haya agraviado, mirándolo sin pasión, yo lo confieso. Mas el dolor que siento de los celos me la representa en la memoria bien así como espada que atravesada tengo por mitad de las entrañas, y no es mucho que, como a instrumento que tanto me lastima, le procure arrancar dellas y hacerle pedazos; cuanto más, que prudencia es apartar de nosotros las cosas que nos dañan, y es natural cosa aborrecer las que nos hacen mal y aquellas que nos estorban el bien.

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