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Por oírle reñir y responder a todos, le seguían siempre muchos, y los muchachos tomaron y tuvieron por mejor partido antes oílle que tiralle.
Pasando, pues, una vez por la ropería de Salamanca, le dijo una ropera:
-En mi ánima, señor Licenciado, que me pesa de su desgracia; pero, ¿qué haré, que no puedo llorar?
Él se volvió a ella, y muy mesurado le dijo:
-Filiae Hierusalem, plorate super vos et super filios vestros.
Entendió el marido de la ropera la malicia del dicho y díjole:
-Hermano licenciado Vidriera (que así decía él que se llamaba), más tenéis de bellaco que de loco.
-No se me da un ardite -respondió él-, como no tenga nada de necio.
Pasando un día por la casa llana y venta común, vio que estaban a la puerta della muchas de sus moradoras, y dijo que eran bagajes del ejército de Satanás que estaban alojados en el mesón del infierno.
Preguntóle uno que qué consejo o consuelo daría a un amigo suyo que estaba muy triste porque su mujer se le había ido con otro.
A lo cual respondió:
-Dile que dé gracias a Dios por haber permitido le llevasen de casa a su enemigo.
-Luego, ¿no irá a buscarla? -dijo el otro.
-¡Ni por pienso! -replicó Vidriera-; porque sería el hallarla hallar un perpetuo y verdadero testigo de su deshonra.
-Ya que eso sea así -dijo el mismo-, ¿qué haré yo para tener paz con mi mujer?
Respondióle:
-Dale lo que hubiere menester; déjala que mande a todos los de su casa, pero no sufras que ella te mande a ti.