Peter Pan (J.M. Barrie) Libros Clásicos

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La verdad es que resultaba muy fastidioso para unos niños que nunca habían visto una sirena.
-Y si se olvida de ellas tan deprisa -razonaba Wendy-, ¿cómo vamos a esperar que se siga acordando de nosotros?
Efectivamente, a veces cuando regresaba no se acordaba de ellos, por lo menos no muy bien. Wendy estaba segura de ello. Veía cómo le brillaban los ojos al reconocerlos cuando estaba a punto de pararse a charlar un momento para luego seguir; en una ocasión incluso tuvo que decirle cómo se llamaba.
-Soy Wendy -dijo muy inquieta.
Él se sintió muy contrito.
-Oye, Wendy -le susurró-, siempre que veas que me olvido de ti, repite todo el rato «soy Wendy» y entonces me acordaré.
Como es lógico, aquello no era nada satisfactorio. Sin embargo, para enmendarlo les enseñó a tumbarse estirados sobre un viento fuerte que soplara en su dirección y esto supuso un cambio tan agradable que lo probaron varias veces y descubrieron que así podían dormir a salvo. Realmente habrían dormido más tiempo, pero Peter se aburría rapidamente de dormir y no tardaba en gritar con su voz de capitán:
-Aquí nos desviamos.
De modo que con algún que otro disgusto, pero en general con gran diversión, se fueron acercando al País de Nunca Jamás, y al cabo de muchas lunas llegaron allí y, lo que es más, resulta que habían estado viajando sin desviarse todo el tiempo, quizás no tanto debido a la dirección de Peter o de Campanilla como a que la isla los estaba buscando. Sólo así se pueden avistar esas mágicas orillas.
-Ahí está -dijo Peter tranquilamente.
-¿Dónde, dónde?
-Donde señalan todas las flechas.
En efecto, un millón de flechas doradas, enviadas por su amigo el sol, que quería que estuvieran seguros del camino antes de dejarlos por esa noche, indicaba a los niños dónde se hallaba la isla.

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