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La Pimpinela Escarlat
Baronesa de Orcz
PARIS, SEPTIEMBRE DE 179
Una muchedumbre enfurecida, hirviente y vociferante de seres que sólo de nombre eran humanos, pues a la vista y al oído no parecían sino bestias salvajes, animados por las bajas pasiones, la sed de venganza y el odio. La hora, un poco antes del crepúsculo, y el lugar, la barricada del Oeste, el mismo sitio en que, una década después, un orgulloso tirano erigiría un monumento imperecedero a la gloria de la nación y a su propia vanidad.
Durante la mayor parte del día la guillotina había desempeñado su espantosa tarea: todo aquello de lo que Francia se había jactado en los siglos pasados, apellidos ancestrales y sangre azul, pagaba tributo a su deseo de libertad y fraternidad. Que a últimas horas de la tarde hubiera cesado la carnicería únicamente se debía a que la gente tenía otros espectáculos más interesantes que presenciar, un poco antes de que cayera la noche y se cerraran definitivamente las puertas de la ciudad.
Y por eso, la muchedumbre abandonó precipitadamente la Place de la Gréve y se dirigió a las distintas barricadas para asistir a aquel espectáculo tan divertido.
Podía verse todos los días, porque ¡aquellos aristócratas eran tan estúpidos! Naturalmente, eran traidores al pueblo, todos ellos: hombres y mujeres, y hasta los niños que descendían de los grandes hombres que habían cimentado la gloria de Francia desde la época de las Cruzadas, la vieja noblesse. Sus antepasados habían sido los opresores del pueblo, lo habían aplastado bajo los tacones escarlata de sus delicados zapatos de hebilla y, de repente, el pueblo se había hecho dueño de Francia y aplastaba a sus antiguos amos -no bajo los tacones, porque la mayoría de la gente iba descalza en aquellos tiempos-, sino bajo un peso más eficaz, el de la cuchilla de la guillotina.