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El cura de Tours
Honoré de Balzac
A David, estatuario
La duración de la obra en que inscribo vuestro nombre, dos veces ilustre en este siglo, es muy problemática; mientras que vos grabáis el mío en el bronce, que sobrevive a las naciones aunque no haya sido batido mas que por el vulgar martillo del monedero. ¿No se verán confusos los numismáticos al hallar en vuestro taller tantas cabezas coronadas, cuando descubran entre las cenizas de París esas existencias por vos perpetuadas hasta más allá de la vida de los pueblos, y en las cuales se les antojará adivinar dinastías? Vuestro es ese divino privilegio; a mí me corresponde la gratitud.
De Balzac.
En los comienzos del otoño del año 1826, el abate Birotteau, personaje principal de esta historia, fue sorprendido por un chaparrón al volver de la casa donde había pasado la velada. Atravesaba, pues, tan rápidamente como sus carnes podían permitírselo la plazuela desierta llamada del Claustro, que se halla a espaldas del ábside de Saint-Gatien, en Tours.
El abate Birotteau, hombrecillo de constitución apoplética y de unos sesenta años, había sufrido ya varios ataques de gota. De suerte que, entre todas las pequeñas miserias de la vida humana, la que más aversión le inspiraba era la súbita mojadura de sus zapatos, de ancha hebilla de plata, y la inmersión de sus suelas. En efecto; a pesar de los escarpines de franela con que se empaquetaba en todo tiempo los pies, con ese cuidado que los eclesiásticos ponen en su persona, siempre pillaba un poco de humedad; y al siguiente día la gota le daba infaliblemente pruebas de su constancia.