El cura de Tours (Honore de Balzac) Libros Clásicos

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Me lustran los muebles y los limpian tan bien, que desde hace mucho tiempo no sé lo que es el polvo. ¿Ha visto usted en mí la más ligera señal de polvo? ¡Jamás! Además, la leña para la calefacción está bien escogida; las menores cosas son excelentes; en resumen, parece que la señorita Gamard tiene siempre un ojo en mis habitaciones. No recuerdo en diez años haber llamado nunca dos veces para pedir cualquier cosa. ¡Esto es vivir! Que no tenga uno que buscar nada, ni siquiera sus zapatillas. Encontrar siempre buena lumbre, buena mesa. En fin, el fuelle que tenía para mi uso me impacientaba; estaba obstruido. No me quejé dos veces. Al siguiente día la señorita Gamard me dio un fuelle precioso y ese par de tenazas con que me ve usted atizar el fuego.
     Birotteau, por toda respuesta, decía:
     -¡Oliendo a lirio!
     Este oliendo a lirio le impresionaba constantemente. Las palabras del canónigo revelaban una dicha fantástica para el pobre vicario, descontento de sus alzacuellos y sus albas; porque él carecía de orden, y con frecuencia se olvidaba hasta de encargar su comida. De modo que, ya durante la cuestación, ya al decir misa, si veía a la señorita Gamard en Saint-Gatien, nunca dejaba de dirigirle una mirada dulce y benévola, como pudieran ser las que Santa Teresa elevaba al cielo.
     ¡El bienestar que desea toda criatura, y con el cual había él soñado tanto, se le logró! Como es difícil para todo el mundo, incluso para un eclesiástico, vivir sin un capricho, hacía ahora diez y ocho meses que el abate Birotteau había reemplazado sus dos pasiones satisfechas con el deseo de una canonjía. El título de canónigo había llegado a ser para él lo que debe de ser la pairía para un ministro plebeyo.

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