El cura de Tours (Honore de Balzac) Libros Clásicos

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     -¿Cómo me deja usted llamar tres veces con semejante tiempo? -dijo.
     -Ya ve, señor, que la puerta estaba cerrada. Todo el mundo se ha acostado hace tiempo; ya han dado las once menos cuarto. La señorita habrá creído que no había usted salido.
     -Pero usted sí me ha visto salir. Por lo demás, la señorita sabe demasiado que voy a casa de la señorita de Listomère los miércoles.
     -Palabra, señor; he hecho lo que la señorita me ha mandado -respondió Mariana cerrando la puerta.
     Estas palabras produjeron al abate Birotteau una sensación tanto más dolorosa cuanto que sus ensueños le habían hecho completamente feliz. Calló y siguió a Mariana a la cocina para coger su palmatoria, suponiendo que estaría allí; pero en vez de entrar en la cocina, Mariana condujo al abate a sus habitaciones, donde él vio la palmatoria en una mesa que se encontraba a la puerta del salón rojo, en una especie de antecámara formada por el rellano de la escalera, al cual el difunto canónigo había adaptado una gran vidriera. Mudo de sorpresa, entró rápidamente en su habitación; no vio fuego en la chimenea y llamó a Mariana, que todavía no había tenido tiempo de bajar.
     -¿No ha encendido usted el fuego? -dijo.
     -Perdón, señor abate -respondió ella-. Se habrá apagado.
     Birotteau miró de nuevo y confirmó que la chimenea estaba cubierta desde por la mañana.
     -Necesito secarme los pies -continuó-; enciéndame lumbre.
     Mariana obedeció con la prontitud de una persona que tiene ganas de dormir. El abate, mientras buscaba por sí mismo sus zapatillas, que no se hallaban en medio de la alfombra de la cama, como habían estado siempre, hizo sobre la manera como estaba vestida Mariana ciertas observaciones demostrativas de que la muchacha no salía de la cama, como le había dicho.

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