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Esta constante sumisión no había podido cambiar la opinión del difunto canónigo, el cual, durante su último paseo, todavía decía a Birotteau:
-Desconfíe usted de ese larguirucho de Troubert. Es Sixto V reducido a las proporciones del obispado.
Tal era el amigo, el comensal de la señorita Gamard, el que venía a visitar y a dar pruebas amistosas al pobre Birotteau el día siguiente de haberle, por decirlo así, declarado la guerra.
-Hay que disculpar a Mariana -dijo el canónigo al verla entrar-. Creo que ha empezado por ir a mis habitaciones. Son muy húmedas y he tosido mucho toda la noche. Usted está aquí muy higiénicamente -añadió mirando a las cornisas.
-¡Oh! Estoy aquí como un canónigo -respondió Birotteau, sonriendo.
-Y yo, como un vicario -replicó el humilde presbítero.
-Sí; pero pronto se alojará usted en el Arzobispado -dijo el bueno de Birotteau, que deseaba que todo el mundo fuese feliz.
-¡Oh! O en el cementerio. ¡Pero cúmplase la voluntad de Dios!
Y Troubert alzó los ojos al cielo con un gesto de resignación.
-Venía -añadió- a rogarle que me preste el libro de Actas de los obispos. Nadie mas que usted tiene en Tours esa obra.
-Cójala de mi biblioteca -respondió Birotteau, a quien la última frase del canónigo había hecho recordar todos los goces de la vida.
El enorme canónigo entró en la biblioteca y allí permaneció mientras el vicario se vestía. Pronto sonó la campanada del desayuno, y el gotoso, pensando que a no ser por la visita de Troubert no habría tenido lumbre al levantarse, se dijo:
-¡Es un buen hombre!
Los dos presbíteros bajaron juntos, armados de sendos intolios, que colocaron sobre una de las consolas del comedor.