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Esta idea, inspirada juntamente por el temor y por la bondad, adquirió tales proporciones que lo hizo abandonar aquel sitio. Se fue, sin pensar ya en su canonjía: tan absorbido le tenía la tiranía desesperante de la solterona. Por acaso, y dichosamente para él, encontró muchas ocupaciones en Saint-Gatien: varios entierros, una boda y dos bautizos. Entonces pudo olvidar sus penas. Cuando el estómago le anunció la hora de comer, no dejó de estremecerse al mirar el reloj y ver que eran las cuatro y unos minutos. Conocía la puntualidad de la señorita Gamard, y se apresuró a volver a casa.
En la cocina vio los primeros platos ya vacíos. Luego, cuando llegó al comedor, la solterona le dijo con un tono en que se mezclaban la acritud de un reproche y la alegría de encontrar en falta al huésped:
-Son las cuatro y media, señor Birotteau. Ya sabe usted que no debemos esperar.
El vicario miró el reloj del comedor, y en la manera como estaba puesta la cubierta de gasa que le preservaba del polvo advirtió que su patrona le había dado cuerda durante la mañana, complaciéndose en adelantarle respecto del de Saint-Gatien. No había objeción posible. La expresión verbal de la sospecha concebida por el vicario habría causado la más terrible y la más justificada de las explosiones elocuentes que la señorita Gamard, como todas las mujeres de su clase, hacía surgir en tales casos. Las mil y una contrariedades que una criada puede hacer sufrir a su amo o una mujer a su marido en las costumbres privadas de la vida fueron estudiadas por la señorita Gamard para abrumar con ellas a su pupilo. La manera como ella se complacía en urdir conspiraciones contra la felicidad doméstica del pobre presbítero llevaba el sello del ingenio más profundamente maligno.