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Pero después del almuerzo, cuando varios de sus amigos se reunieron en el salón delante de una buena lumbre, Birotteau les contó candorosamente los pormenores de su aventura. Sus oyentes, que ya empezaban a aburrirse de la estancia en el campo, se interesaron vivamente en aquella intriga, tan en armonía con la vida provinciana. Todos se pusieron del lado del abate contra la solterona.
-¡Cómo! -dijo la señora de Listomère-. ¿No ve usted claramente que el abate Troubert desea sus habitaciones?
Aquí el historiador tendría el derecho de dibujar el retrato de esta dama; pero ha pensado que incluso los que desconocen el sistema de cognomología de Sterne no podrían pronunciar estas tres palabras SEÑORA DE LISTOMÈRE sin pintarla noble, digna y sabiendo, a fuerza de finas maneras, templar los rigores de la piedad con la vieja elegancia de las costumbres monárquicas y clásicas; buena, pero un poco estirada, ligeramente gangosa, permitiéndose la lectura de la Nueva Eloísa, la comedia, y peinándose todavía al antiguo uso.
-¡No faltaba más sino que el abate Birotteau cediese a esa vieja enredadora! -exclamó el señor de Listomère, teniente de navío, que había venido a casa de su tía en uso de licencia-. Si el vicario tiene corazón y quiere seguir mis consejos, bien pronto recobrará su tranquilidad.
Cada cual, en fin, se puso a analizar las acciones de la señorita Gamard con la perspicacia peculiar de los provincianos, a quienes no se puede negar el talento de descifrar los más secretos motivos de las acciones humanas.
-No aciertan ustedes -dijo un viejo propietario que conocía el país-. En el fondo de esto hay algo grave que yo no adivino todavía. El abate Troubert es demasiado profundo para que se lo adivine prontamente.