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La corpulenta figura de maese Stefano apareció sobre la grupa de su caballo, saliendo de improviso por detrás del castillo entre la niebla del patio. Estaba acompañado por maese Anselmo, viejo jefe de cocina del castillo de los condes de Botta, quien, siendo nativo del pueblo, hacía los honores de casa y, sin lamentarse, había cedido el mando de todo lo necesario para la preparación del ágape al Gran Cocinero de Milán. Pensándolo bien, le estaba agradecido porque él jamás habría sabido organizar tan extraordinaria empresa; por eso ahora hacía todo lo posible por ayudar a su ilustre colega, director de las cocinas ducales. En ese momento los asistentes del Gran Veedor revisaban una carga de quesos alpinos. En cuanto el gran Gran Veedor vio al Gran Cocinero, lo saludó. familiarmente con la mano y desde lejos le gritó: -Hola, maese Stefano, mirad qué trabajo me dais con todos vuestros trastos. Llevamos toda la mañana controlando mercancías. Maese Stefano sonrió al pensar cuánto habrían robado aquellos pícaros durante la mañana, pero se limitó a decir: -Es verdad, maese Ubaldo; sin embargo dentro de poco vos habréis terminado y, en cambio, mi trabajo comienza ahora. El Gran Cocinero estaba casi congelado y se frotaba sus redondas y heladas mejillas con las manos. Tras descabalgar fue a sentarse cerca de maese Ubaldo, en un banco frente a la hoguera. Sus rojizos bigotes vueltos hacia arriba y su perilla estaban cuajados de hielo y nieve. -Este bribón 1488 nos está regalando uno de los inviernos más fríos que recuerdo -dijo maese Stefano, estremeciéndose, mientras sacaba del bolsillo de su ropón, forrado de piel, una frasca de aguardiente de sus valles y la ofrecía gentilmente al Gran Veedor.