El banquete (Orazio Bagnasco) Libros Clásicos

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Estoy esperando a uno de los senescales menores, que llegará dentro de poco con algunos aldeanos para despejar el local, hacer una gran limpieza y blanquear las paredes. Es un semisótano, es verdad, pero está seco, es luminoso y, además, para unos días irá bien. Había acabado de hablar cuando, bajo el arco del portón y a través de la niebla, se vislumbró la silueta de un personaje con un monjil forrado de zorro y un bonete emplumado. Iba seguido por un jinete que podía ser un secretario o un ayudante. Cuando estuvo un poco más próximo, maese Stefano saltó en pie y gritó: -¡Bienvenido, Excelencia, ahora me siento mejor! Y corrió a su encuentro. El Diplomático hacía amplios gestos con las manos y, en cuanto estuvo cerca, bajó del caballo y los dos se abrazaron afectuosamente, ante la mirada asombrada del Gran Veedor. El embajador Jacopo Trotti, enviado del duque de Ferrara a la Corte de los Sforza, cogió del brazo a maese Stefano y juntos se acercaron a la hoguera, que aún ardía alimentada por la leña que los criados traían continuamente. El Diplomático, después de intercambiar breves cumplidos con el Gran Veedor, se dirigió al cocinero con tono burlón: -¿No hay nada para estos pobres diplomáticos congelados? Era cordial y estaba de buen humor, como siempre. Maese Stefano no se hizo rogar, sacó otra vez su frasca y, en silencio, como en un ritual ya conocido por ambos, la ofreció a su amigo, quien después de mirarla a contraluz y olerla, sin decir una palabra, hizo un guiño al Gran Cocinero y solemnemente empezó a beber a grandes sorbos. -¡Qué diablos estos lugareños! Un aguardiente como el vuestro no lo hace nadie, ¿qué le metéis dentro?, ¿tizones del infierno? -Y bromeando así, los dos amigos se acercaron aún más a la hoguera.

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