El banquete (Orazio Bagnasco) Libros Clásicos

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Y para subrayar la gravedad de sus pensamientos se acariciaba ostensiblemente el mentón. Maese Stefano no parecía preocupado en absoluto; es más, mientras esperaba a que aquél acabara su pantomima, adoptó una irónica actitud de vacilante humildad. Todos sabían que las órdenes del duque Ludovico habían sido tajantes. Cada uno debía cooperar en el éxito del gran banquete ofreciendo la máxima disponibilidad para cualquier cosa que fuera menester en la cocina. Nada de caprichos ni de obstáculos, ¿estaba claro? Fastidiar o contradecir al Duque en aquel momento habría sido muy peligroso, y el Senescal Menor lo sabía perfectamente, pero quería darse un poco de importancia. Después de toser y de estirarse hacia fuera el labio inferior con dos dedos, como si estuviera atormentado por insuperables dudas, al fin sentenció: -¡Bien, lo intentaremos! Usó el plural con intención de suscitar un gran respeto en el auditorio. Maese Stefano sonrió y por toda respuesta le dio, con su manota, un fuerte golpe en la espalda que le hizo tambalearse y lo dejó atónito. -¡Bravo! -exclamó. Luego se volvió sobre sí mismo, cogió del brazo al diplomático ferrarés y se encaminó con él hacia el portón, ya casi inmerso en la oscuridad. El refinado Embajador y el Gran Cocinero, a pesar de ser bastante diferentes, formaban una pareja muy bien avenida y muy conocida en la Corte de los Sforza. Con el rabillo del ojo, los dos amigos observaron al Senescal Menor, cuya arrogancia se había desinflado completamente, y estallaron en carcajadas. Maese Anselmo trotaba servicial delante de ellos con la linterna. Guiados por él comenzaron a descender hacia el burgo. El camino estaba cubierto por una capa de nieve helada. En el silencio y la oscuridad casi completa, sólo se oía el crujir del hielo bajo sus zapatos, mientras el viento hacía revolotear algunos copos blancos.

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