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Fue maese Stefano quien preguntó de nuevo al cocinero local: -Pero con este tipo de cloacas, ¿no hay siempre un poco de mal olor en el pueblo? Había ironía en sus palabras, pero maese Anselmo, que quizá la había notado, hizo como si nada y respondió: -Claro que hay un poco de mal olor, pero basta con acostumbrarse. Las cosas irían mejor si no fuera por los cerdos y las demás bestias que corretean por la planta baja de las casas comiendo los desechos que, precisamente para ellos, los campesinos dejan caer al suelo al preparar la comida. Estos animaluchos también se ensucian hozando en el canalón de la calle y luego gandulean por la cocina y las demás habitaciones del piso bajo. Por eso, cada semana hay que cambiar la paja del suelo de todos los locales. »Para emporcar las casas, además de los cerdos y las gallinas que picotean por doquier -seguía diciendo el cocinero tortonés-, también están las ocas y ánades. Hasta las cabras, cuando consiguen escaparse de los establos, vienen a la planta baja para tratar de comer algún que otro troncho de col. Pero todos estos animales son la vida, y sin ellos no sabríamos que meternos en la panza durante los días de fiesta. Además, el cerdo salado se conserva bien, su manteca dura todo el año y alimenta incluso las mechas de las linternas. -¿Cuáles son las exquisiteces culinarias del lugar? -preguntó el Diplomático, llevando de nuevo la con- versación hacia el tema que más le interesaba. -Por aquí comemos muchos guisos, pero no se puede vivir siempre de menestras de col o de nabos con corteza de cerdo. Claro que los guisos bien humeantes y con un trozo de pan de centeno dentro, después de haberlo frotado con ajo, son una buena comida.